domingo, 24 de julio de 2011

SIN JUAN

Juan García, como su nombre lo indica, es fakir. Fakir occidentalizado, claro. Así, usa zapatos con clavos internos, ropa de clavos, corbata de clavos, calzoncillos con clavos y anda tan seguro de sí por la vida. La vida de fakir, entonces, lo ha condicionado a realizar su propia indumentaria, desde la deportiva hasta la de gala cuando va al teatro a escuchar sus conciertos preferidos de elefante y trompeta de cobras. Eso sí, ninguna mujer quiere tener relaciones con él, sus profilácticos son arduos. Ninguna mujer, excepto, tal vez, Superella.
—No creas que he olvidado el desaire, Willis querido. Un día sabrás lo que se siente —decía al teléfono nuestra héroa en conversación con mister Bruce, cuyo teléfono había conseguido con un hacker de Fashion City.
—Pero Ella, no fue mi culpa, ¡fue Mortadelo!
—¡No me interesa —soltó ella—. En ese altar no había por qué aparecer un helicóptero y sacarte volando… —sollozaba y revisaba su maquillaje.
En un rincón, a Juan García —pariente lejano de Jerry— que escuchaba y observaba a la héroa, se le dibujó una sonrisa.
—Un clavo saca a otro clavo— dijo en voz alta al aproximársele.
—Ay, querido; tenía que terminar con ese viejo asunto antes de entregarme a ti. —Superella tendió los brazos y rodeó el cuello de Juan. Acercó su cuerpito fashion al del fakir y sintió de inmediato la respuesta física, puntiaguda y apremiante, porque Juan jamás salía al ruedo sin protección.
—A mi manera —dijo el fakir—, yo también soy un héroe.
—¿En serio? —Superella se apartó unos centímetros para mirar el rostro de Juan. Y lo hizo aunque para ello tuviera que pagar el precio de suspender la punzante delicia.
—No tengo sentido del humor. Siempre hablo en serio. He salvado al mundo en tres oportunidades, cada una de ella al producirse una invasión de los malvados agarrofiks de Fiks.
—Perdón pero ustedes no tienen perdón de Dios —dijo una voz de la nada, del aire, del mundo de más allá de las viñetas—, primero terminen una de las vidas de Superella, uno de los episodios, y después empiecen otro, sino los hilos que mantienen la cohesión interna del cuerpo de Superella se van a ir al carajo, es decir, van a subir la madera pirata y se van a quedar en el carajo de un corsario viendo el horizonte de las ideas…
—¡Es que es el maldito chip del carpe diem! —vociferó Superella—. Cuando yo tenía doce años, oí un sermón en el country del joven amante de mi tía. Alpalo, el predicador, sin soltar su instrumento de golf, describió la carga imposible que todos arrastramos a lo largo de nuestras vidas con la nostalgia y el remordimiento de los hilos truncos que pasaron y los miedos y ansiedades de los que vendrán, y luego nos exhortó a que descubriéramos "el sacramento del hilo presente", a que confiáramos aquellos hilos a la misericordia de los Dioses y nuestro futuro a su providencia, y viviéramos plenamente este presente sin preocupación de ninguna clase.
—Muchos sermones oí yo en mi juventud —interrumpió embelesado el fakir—, y todos ellos han quedado completamente olvidados. Sólo este logra tocar una fibra sensible de mi ser, porque siento que nunca olvidaré su lección práctica que promete paz a mi alma y relax a mis tensos clavos. Y prosiguió.
—Hazme tuyo, nena.
—Esperen, esperen —dijo la voz que salía de la nada—. Esto va de un lado para el otro y se hace intimidad donde no va. O sea, ¿quién va a entender todo este asunto si mezclan cosas personales con narración? Ustedes se comportan como si estuviesen solos, actuando para ustedes mismos, así nunca van a llegar al mainstream.
—Es cierto —dijo Superella—. Me estoy haciendo críptica.
—¿El qué?
—Es una palabra que venía en el papel higiénico. Tengo un papel con palabras para usar en cualquier situación.
Pero stop. En medio de la floración de palabras incontinentes e higiénicas su cerebro vuelve a recular y piensa. ¿Qué entidad puede tener una voz que sale de la nada? ¿Qué gravedad puede tener esa mismísima nada? ¿Quién carajo puede afirmar que lo que dice es cierto?
Algo dentro de ella ha dado la voz de alarma, y su cuerpo magnífico y entero ha respondido con alerta súbita. Con una mirada de perra a los cuatros costados, se hace cargo de su mundo, alarga todo su cuerpo como si fuera de goma y se levanta infinita más allá de todo argumento.
Entonces llega uno de los momentos más raros en la vida de un personaje: el cuerpo que se clava por sí solo y nos mira, que nos explora en demostración descarada a través de esa única sensación de displacer que le causamos los que ahora estamos frente a la pantalla. Sabe que puede hacerlo. Y lo hace. Superella nos bosteza. Nos bosteza con toda su alma. Y tal vez en este mismo instante se pregunte quiénes carajo somos para determinar que deba ser ella la artífice, el monito circense, la genialidad manifiesta, la impecable boluda de turno para escapar de nuestra propia insatisfacción y aburrimiento. Si es ella la culpable o lo somos nosotros, por elección y naturaleza, críticos eternos, aburridos eternos, aburridos e insatisfechos desde mucho antes de que cualquier personaje existiera.

Y tras el bostezo del ánima y el sexo pinchudo Superella quedó laxa, inmóvil, sólo un leve movimiento en sus pechugas permitía advertir que seguía viva.

—¿Cómo te llamabas? —suspiró finalmente, y se limpió con alcohol y gasa esterilizada cada perforación habida en su cuerpo perfecto.

—Juan García, madame —el fakir esbozaba una sonrisa que alarmaba. Tantos años sin encuentro sexuales habían moldeado su alma, en realidad se había convertido al fakirismo para que sus amigos no le siguieran preguntando: ¿Y, Juan, la pusiste?

Ahora, su camuflaje le estorbaba, y también pensaba que Superella toda pinchoteada se había transformado en un esperpento perforado. Los dos recuperaron por unos momentos la figura humana detrás de sus personajes sin-sexo-en-mucho-tiempo. Dos personas normales, más normales que Clark Kent pero no tan ñoños.
—Quién lo dijera —soltó Sigfrido—. Este par de la manita como telenovela de las 5 de la tarde.
—Ni que lo digas —dijo Alex echándose palomitas de maíz a la boca—. ¿Estaremos evolucionando a guionistas de televisión? ¿Nos invitarán a orgi-fiestas con productores y edecanes? —Otro bocado de palomitas.
—No lo sé, ojalá. Hace falta —reflexionó Sigfrido, sin mirar.
Súper y Juan se miraron a los ojos. —Bueno —Juan le miró las tetas un segundo—, después de todo, ¿qué sería de Fashion City sin Superella, sin sexo… sin Juan?

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