jueves, 19 de mayo de 2011

SUPERELLA COMBATE EL MAL.

—Comisionado Palacios —Superella lo miró por sobre sus lentes—. Así no se puede vivir. Me tiene que aumentar los honorarios.
—Pichona —el comisionado se retorcía el bigotito a lo Dalí y miraba con devoción las tetas de Superella apretadas en el traje de las Oreiro—, vos cobrás un buen sueldo…
—¿Sueldo? ¿Cómo un operario? ¡Qué horror!
—Aparte, la economía anda para el ojete. Y encima la inflación y esto y lo otro. Si querés cobrar más, hacete trola, tenes un cuerpo por el cual yo pagaría unos buenos dólares.
—¡Usted es un sinvergüenza! Ya va a ver lo que le espera, maldito cerdo capitalista. El negocio se le va a venir a pique y no voy a hacer nada para impedirlo.
Mientras tanto, en la otra punta de la ciudad (casi diríase en la loma del orto) el malvadísimo Juan Carlos del Corazón de Jesús Perugorría y López, alias "Chichilo", alias "Carpita"; distribuidor para los barrios bajos de una nueva droga de diseño a base de sublimación de acelga, mira la TV y se ríe:
—¡Mbuuuaaaaajajá! Estos estúpidos viven escudados en un sistema que los ahoga y les coharta sus libertades ¡Y no se dan cuenta! ¡Yo les haré ver las bondades de la lucha de clases! ¡Abajo el imperialismo! ¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!
—Si, jefe —dice el Pistola Acevedo.
—Lo que usté diga, patrón —dice el Banana Sampietro
—¿Alguien sabe a qué hora juega Atlanta? —dice el Zombi Aguirre.
—Ya está lista la leche con vainillas —dice la madre del Chichilo.
Ninguno de ellos sabía que en esos momentos Superella se levantaba con violencia de su silla, provocando un notorio reacomodamiento corporal que no pasaba extranjero a los ojos del comisionado.
—¿Te vas tan pronto? —le preguntaba Palacios.
Superella ni le contestaba, se daba la vuelta y salía de la oficina de Palacios a puro taconeo, dejando una larga estela de curvas que el comisionado grababa en su mente, por si lo necesitaba recordar más adelante, pensando que ya iba a volver con el matungo desfalleciente.
No lo sabían y con la inminencia de las vainillas con leche, a ninguno le importaba lo suficiente. Tuvo que pasar un largo rato hasta que Chichilo se secó los restos de leche y vainilla dura de los mostachos para que volviera su mente a carburar sus constantes planes de destrucción del sistema.
—¿Ya rellenaron los chorizos? —preguntó.
—La radio no sintoniza. ¿Ya empezó Atlanta? —dijo el Zombi Aguirre.
—¡Basta de Atlanta! ¿Tienen los chorizos rellenos o no?
—Sí, querido, Mamá ya te llenó los chorizos con esa porquería química que inventó el doctor Frankenchuten —intervino la madre—. Y te los puse en los pancitos.
—Perfecto —dijo Chichilo—. Entonces apúrensen manga de secuaces de película clase B. Hay que llevarlos antes de que se enfríen a la manifestación más próxima.
—No entiendo, jefe —dijo el Zombi.
—Es simple, le llevaremos chori y vino tinto bien caliente a la gente. Todos van a pensar que somos algún grupo clientelista, lo que se dice punteros. Pero no, los choris tienen una poderosa sustancia que los hará despertar del sueño imperialista en el que se encuentran sometidos.
Pero el fuerte olor que despedían esos jugosos chorizos, impregnados en la droga maléfica y el no menos temible colesterol fue percibido, a kilómetros de distancia por la delicada pero aguda nariz de Superella, quien no pudo evitar una arcada al olfatearlos cual un mastín de presa. Superella se acomodó las tetas y tras apoderarse de una de las bicicletas que esperaban pacientemente, junto a las bicisendas que pueblan Fashion City, partió rauda.
Su tempestuosa pedaleada se detuvo frente a la casa de chapa que ocupaban Chichilo y sus secuaces, quienes ya estaban con la mercadería en la mano, listos para ponerlos en el auto destartalado que los llevaría a la manifestación.
—¡Es Superella! —exclamó Chichilo—. ¡Muchachos, denle duro y desparejo!
Los lúmpenes se arrojaron sobre la heroína, trazando arcos de puñetazos y fintas de patadas, que fueron oportunamente detenidos por los ágiles brazos, las interminables piernas y, llegado el caso, las inconmensurables pechugas de la joven defensora de Fashion City. La batahola alcanzó su punto más álgido ante la inminencia del seis luces esgrimido por Chichilo y el trabuco naranjero empinado por su madre que había salido en ese momento para colgar los calzoncillos de su vástago en la soga del patio.
Pero todo se congeló, todo pasó a un segundo plano, ante el grito eufórico, desgarrador, tan emotivo que hizo que centenares de kilómetros a la redonda, las manifestaciones se detuvieran, que los imperios tambalearan, que las colonias se liberaran en sangrientas revoluciones, que los chorizos se secaran en sus panes, que el comisario Palacios dejara caer las revistas homoeróticas que leía en su oficina, que cualquier evento posterior dejara de tener importancia y que incluso las aventuras de la propia Superella no fuera más que una anécdota sin importancia que merecían terminar.
—¡Atlanta salió campeóoooooooooooooooooooon! —aulló el Zombi Aguirre, aferrando la radio a transistores que finalmente había logrado sintonizar.
Y el mundo, desgarrado en un grito, dejó de existir tal como lo conocemos.

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