jueves, 30 de junio de 2011

PIÑATAS ERAN LAS DE ANTES

A todo chancho le llega su San Martín y a Superella, aunque no lo parezca, también le llegaban los cumpleaños. Aunque ella decía que uno de sus superpoderes era hacer ir el tiempo hacia atrás, las arrugas la iban denunciando. Y además, pese a sus negativas a aceptar la cronología de la gravedad corporal, le gustaba que le prepararan algo para su cumpleaños, que le hicieran regalos, en fin, que le hicieran la fiestita.
Los creadores de la Conspirofagia y Miedocitosis, exitosa red de generadores de miedo y afines, se habían propuesto destruir la última piñata, el más preciado de los elementos con que contaba Fashion City para divertir a Superella en sus momentos de distensión sana. Empresa de gran envergadura, claro, porque la defendían hasta los peores enemigos de Superella.
—¿En verga dura? —preguntó Mix Mux, que acababa de hacerse hombre pero todavía estaba lejos de comprender los códigos adecuados para ejercer—. Yo me postulo.
—Es lo menos que podés hacer —le contestó Supertodos—. Todas pústulas que te quedaron como secuela de tu transformación te hacen el candidato perfecto para la pustulación.
—Me postulo, dije —protestó el extraterrestre—. Por ahí no estoy del todo enterado de algunas cosas, pero el idioma terráqueo lo conozco desde hace rato.
—Ahora vienen los de Conspirofagia y Miedocitosis, la exitosa red de generadores de miedo y afines. Será una fiesta sorpresa. Superella no se imagina lo que le espera.
—¿Compraste remeras baratas en La Saladita?
—Sí, unos ochenta kilos de remeras, conjuntos de marca fraguada y zapatos de segunda selección, sin suela o sin capellada.
—¿Capellada? No sé qué es eso.
Remeras unitalla, claro está. Superella no aceptaría jamás que alguien se aventurara a adivinar su talla. Ya saben, lo único que puede uno especular es su talla de sostén, porque es obvia. La capellada es para que pueda volar sin que las agujetas se incendien y tenga que cambiarlas a cada rato. Súper, ¿no?
La cosa es que Mix Mux no tiene una puta idea de la Capellada y eso, queridos lectores unisex, es oro para nosotros. Sin más, seguiré con el relato. Cof.
Pero pasaron las horas y el interés iba bajando de nivel y enfriándose en varias tazas. ¿Transformaría la luz de un nuevo día esos breves destellos en palabras?
¿Llegarían las palabras entre los sorbos de café? Siempre uno espera a que alguien se levante, tome esta taza, la coloque en la bandeja junto a la suya y no nos deje solo con esta ceremonia. Alguno, que vuelva a tomar la posta y escriba en el rescoldo —¿caliente? ¿frío? — que la presencia de otro ha dejado. Sea como sea, hay que sacar algo para iniciar el diálogo.
—Satamente. Los pingos se ven en la cancha cuando la piñata viene medio desinflada.
—Ni idea de lo que decís, loco —dijo Superella y prosiguió como si nada—, y aviso: en mi cumple nada de sushi ni de esas cosas extrañas. Quiero un lechón bien adobado y a las brasas.
—Quiere un lechón bien adobado y a las brasas —dijo Alex Benteveo—. ¿De dónde lo sacamos?

—De la rotisería, mamón —respondió Sigfrido von Capo muy suelto de cuerpo.
—Un lechón bien adobado y a las brasas, pero mamón. ¡Pretenciosa la nenita!
—Mamón sos vos, pero no importa. Ella es… Superella. La hija de tu mente, y de la mía. Está destinada a ser la súper heroína que supere a todos los súper héroes de comic.
—¿Te parece?
Convocaron a Narda Pepes, la gran chefa de Fashion City, para adobar al lechón de peluche más primoroso que una heroína hubiese podido imaginar.
—¡Esto es el acabose! —dijo Doña Petronila revolcándose en la tumba—, ¿Cómo va a cocinar un chanchito de peluche? Estos cocineros modernos y sus asquerosidades caras, inútiles y escasas, por suerte.
—A la héroa le va a gustar, Petronila —dijo la ayudanta de cocina Balde—, ella es moderna, rubia y tetona.
—Nada, nada —gritó Petronila, cazó un lechonchito de seis kilos, lo degolló, lo desangró, lo cuereó, lo adobó y lo metió en una asadera en el horno de barro.
Pero había algo que todos desconocían: La ropa barata, las carteras truchas, las joyas de la calle, eran su talón de Aquiles. Cada vez que Superella estaba cerca de estos peligros su cuerpo se debilitaba, sus habilidades se iban a tomar unos mates y su mente se nublaba como si hubiese estado tomando dos litros de whisky arkentino. Esta debilidad solo la conocían Las Gras Trans.
—Y yo —dijo LaUna, vuelta de su circuito entre Alberdi y Lacarra—. ¡Quiero chancho mamón! Hago lo que sea pero no me puedo perder esa fiestita.
Mamita con el "hago lo que sea". LaUna era capaz hasta de jugarla de padrillo del querubín, el nonato bastardo de nuestra héroa.
—¿Te parece que esto no se está yendo para Plumas verdes? —preguntó Alex Benteveo.
—¿Dónde queda Plumas Verdes? —respondió Sigfrido von Capo haciendo gala de su proverbial ingenuidad.
—Muy cerca de la casa de Remedios Concepción, la esposa de Manolo Lalora.
—Tampoco conozco a Remedios Concepción. Me pierdo muchos contactos porque salgo poco.
Alex Benteveo rió por lo bajo. Estaba tentado de poner a Sigfrido como personaje de la serie, pero hubiera sido demasiado obvio. Justo en ese momento sonó el teléfono y Sigfrido atendió.
—¿Hola?
—¿Me das con el Alex, tío? Soy la Reconcha.
—¿Quién?
—La Reconcha, la mujer de Manolo Lalora. ¿No me recuerdas, tío? La del desmadre aquel durante las Fallas.
—Sí, diga.
—Digo que ya estoy cansada de las interrupciones de ustedes dos. Siempre abusando de la metaficción y la autorreferencia. Así que acá les voy a comunicar con Arturo.
—¿El que se va blando y vuelve duro?
—No, Jauretche.
—Miren –dijo Jauretche-. Ustedes se tienen que dejar de zonceras, porque sino después viene Animal Fronchates y se escribe un libro abusándose de mí y ya no sé qué hacer. Y además la fiesta ya empezó. ¡Viva Perón, carajo!
En el departamento de Superella se escucharon los primeros ruidos festejativos. Gritos, saludos, música, relinchos, serruchos, chanchos, hombres bronceados y cubiertos de aceite, eructos, soplamocos, tiros y corridas de mujeres desnudas cubiertas de grasa.
El plan malévolo de los villanos de turno no prosperó, por supuesto. Jauretche y el Restaurador, usaron todas las remeras unitallas para envolver los sanguches de miga sobrantes para reventa en plaza Once y se fueron por el foro, antes de que los alcance el punto del final.

lunes, 27 de junio de 2011

EL ATAQUE DE LOS PAYASOS TRISTES

Aunque la aparición de Superella en una reunión de payasofílicos anónimos apenas duró unos instantes, fue suficiente para que aquel grupo de enfermos maquillados sufrieran una horrible transformación. De simplemente pretender acostarse con payasos, decidieron transformarse en verdaderos payasos, pero el problema fue evidente. Ninguno de ellos tenía gracia. Ni la más mínima.
Por eso habían contratado a Mix Mux, sin conocer su pasado. El personaje, disfrazado de una taza llena de capuchinos helados, pretendió ser invisible ante los ojos de la diva, mientras tiraba capuchinos para hacerse más liviano y salir volando de allí, antes de que esos enfermos se dieran cuenta de que era un payaso.
—Necesitamos organizarnos —dijo Gualberto Kankan, director del fundillo de monedas mundiales—. Tengo un grave problema, si no me lo solucionan detendré la producción de monedas y se acaba el mundo fashion.
—Tranquilo, Kanki —dijo Eduardito Balde candidato eterno a presidente de Fashion City—, en cinco te lleno los shoppings de casimonedas, o lanzo una ley para que todos compren en plástico.
Superella, que seguía conectada a la reunión por fallas en el sistema de teletrasportación, escuchó tres palabras que la transtornaron: monedas, shopping y plástico. De inmediato se comunicó con el Niño Dior y debatieron el plan para contrarrestar el plan de los payasos tristes. Ella quería comprar y seguir comprando pero sólo lo haría si el dinero no devenía en ficción especulativa.
—Señores —dijo Superella—, no quiero un mundo de vacío existencial. Hace poco leí la obra de Juan Pablo Sastre y sobre todo me detuve en analizar su novela El vómito. Allí aprendí que las telas que me cubren son mantras del Único y que sólo es posible acceder a ellas a través de realidad. Por lo tanto, arreglá vos tus bolonquis sexuales que yo me encargo de sostener el problema. Y ustedes, payasos, retrocedan o los transformaré en abogados.
Los payasos, lejos de retroceder, tomaron un cacho de energía oscura, la metieron en un agujero negro. Llamaron a Supertodos: Mesías de Nihil, quién después de dejar a su esposa Matrioshka, sus ocho hijos encapsulados uno dentro del otro y las estepas siberianas de Husky; y atravesar una crisis de negación identificatoria positiva y haberse transformado en LaUna: travesti interuniversal, retornó a su imagen habitual encontrada en la novela La tía de Mínimo Porky.
Los payasos sabían que sólo Él podría combatir a Superella y su plastificación indeleble.
Superella tomó pose de batalla como todo super héroe y fijó la vista en LaUna. Mirada fría como pavo de navidad en el refri, manos listas, boca seca, la toma se vuelve sepia, el celuloide se quema por la fuerza de la mirada.

—Te haré añicos como Gokú hizo con Freezer, LaUna. Te advierto —lanzó con voz poderosa con un fleco a media cara. Muy sexy, hasta eso.
La tierra tembló y los payasos, tristes como los tres tigres en el trigal, sollozaron a ritmo para ver la lucha que se venía.
—Congelen y mírense bien a los ojos. No hablen. Intenten conectarse porque no lo están haciendo. Superella: LaUna no es LaUna sino Supertodos a secas, que te parió. Y vos Supertodos: no morcillees porque te bajo de la obra. Respetá lo que dice el guión y sobretodo los pies, ok? No quiero más desconcentración, carajo. Y ustedes tres hagan de coro griego-concluyó el director de teatro Moscardi, dirigiéndose a los payasos
Todo iba a continuar en el hilo narrativo normal, con perdón de la neurosis de Freud, pero tuvo que interrumpir un deux ex machina que venía a medio funcionar porque los cables estaban medio pelados.
Todos debieron inclinarse, los payasos temblaron. En la absolutez de la Tierra. Frente a ellos, estaba Ronald McDonald. Comiéndose una hamburguesa de Pumper Nic.
—¿Qué hay de nuevo, viejo? —dijo, en medio mordisqueo.
—¡Socorro! —exclamaron todos al unísono—. ¡Estamos perdidos! ¡Es Bugs Bunny disfrazado! El Caos nos toma por asalto…
—¿Los asusté? —Ronald McDonald se sacó el disfraz y quedó desnudamente Bugs—. No se vayan, paisanos. Esperen que ya viene Lucas.
—¿También Lucas? —El espanto colectivo cargó energía y puso en peligro el remiendo de la Tierra hecho por Superella en una aventura previa.
—¿No se nos está yendo la mano? —dijo Alex Benteveo.
—No —respondió Sigfrido von Capo—. Démosle otro poco de gas.
—¿Invasores extraterrestres?
—No, mejor intraterrestres, disgustados porque el pegamento les afecta la orgasmicidad.
—¡Dale!
—Aunque, pará un momento.
—¿Qué?
—¿El pato Lucas o George Lucas?
—¿Cuál es la diferencia?
—Que siempre quise usar un sable laser. Y hacer zum, zum, zum.
—No hace zum, zum, zum. Hace krsss krsss krss.
—No, no. Bueno, no importa, tenemos que salir de este bache. Porque si metemos dibujos animados nos va a tapar el chiste fácil.
—¿Cuál?
—Creo que he visto un lindo gatito.
—Y, no estaría mal. Acá hay mucho tipo suelto en trajes de latex y eso. Yo no quiero decir nada, pero me parece que se está poniendo medio maraca todo esta superheroicidad.
—No entiendo─dijo Superella, trayendo como a modo de reflexión ese famoso pensamiento hecho palabra de la librepensadora contemporánea Karina Olga Chelinek.
Y prosiguió.
—¿Y por qué meten en esta historia a los animalitos? ¿Por qué esa maldad?
Y ahí, definitivamente, se descuajeringó todo.
Alguna vez, en el tiempo de la Fashion Vintage, se advirtió que la superheroicidad causaba efectos secundarios: alergia al latex, alucinaciones locochonas, dibujos animados involuntarios… y abogados. Cosa que, off course, nuestros amables personajes se pasaron por el arco del triunfo. Por fortuna aún no llegaban a la etapa de abogados.
─¡Me pelan el sable laser! ─gritó Supertodos, aprovechando la confusión y la zanahoria para saltar sobre nuestra héroa para de inmediato consolar a los payasos tristes cantando coplas de conejitos.
—Esto se desmadra –dijo Alex Benteveo.
—¿Ningún animalito está siendo lastimado en la realización de esta historia? Espero, sniff.
—¿Espero que qué?
— Espero que no.
— Ah! menos mal! Si no, nos encarcelan con ergástolo
— Ni lo mande Dior.
— Uy, se me escapó el esgastolo con tilde.
— Encendé un fósforo.
— No, mirá si se prende fuego. Pobre tilde, ¿cómo le vamos a hacer eso? El tilde es un animalito pequeño, fino y oblicuo que medra en las marismas vocales de Palabrá, cerca de la estepa de Expresión Sustantiva. No hay peligro de que sufra porque no tiene sistema nervioso ni ninguna otra clase de sistema, voto a Paul Watzlewick y la Escuela de Palo Alto en pleno. Pero es cosa mía, viste.
— Si hasta el tilde puede pasear con el odradek y los centauros con las apostillas se refocilan en dunas bajas de marismas yertas, todo es un continuo de fluencias que Superella ya no puede llevar porque el prét-á-porter le queda de maravillas sólo para las peleas durante la hora del almuerzo, igual esto va a no tener remate.
— ¿Te parece que lo necesita?
— No, mejor nos hacemos los intelectuales y lo dejamos con final abierto. Así queda la multiplicidad de voces y…
— Pará que se me escapa el tilde. ¡Tilde! ¡Tilde!
—Pero qué tipo pelotudo. Lo único que falta acá es zoofilia. Y todos vamos en cana. Mejor váyase lector, desaloje, desaloje que esto no da para más. ¡Váyase, carajo!

viernes, 24 de junio de 2011

SUPERELLA HEROÍNA ESPIRITUAL

Después de la boda cancelada, Superella, nuestra heroína de la capa caída, se encerró en su depa a reflexionar sobre su vida… bueno, seamos honestos: se encerró a gritar, patalear maldecir al Willis por haber dicho “No” cuando el Za-Cerdote preguntó si la aceptaba como hembra. Ni qué decir del Mortadelo, ese no tenía perdón de Dios por lo que hizo…
—Superella, lo tuyo es la Fashion, ¿qué le buscas al calvo ese de Willis? — dijo una voz que se coló por la ventana rota.
—¿Quién vive? — preguntó entre mocos— ¿quién me habla?
—Soy yo: Dios
—¿Dios? No. Esto no es posible. La verdad de la milanesa es que soy una mujer que vive interrumpiéndose a sí misma —se lamentó Superella—; es hora de terminar con esto.
Y entró en un mundo infinito y profundo, divagando en eso de que una vez que reconocemos nuestras míseras interrupciones nos conocemos mejor a nosotros mismos.
—Cada distracción es un hilo suelto —aseveró—. Y tengo experiencia en mi propia carne y en mis propios vestidos mal cosidos —qué horror— del daño que los hilos sueltos nos pueden causar.
La experiencia de niña doméstica y sumisa del ayer, y de antes de ayer y de antes más que antes del ayer, la habían afectado tan profundamente que hoy, estaba todavía bajo la influencia de aquellas desgraciadas experiencias con tal realismo que, para ella, hoy todavía era ese ayer. Ahora no sabía ni quién era ni donde estaba.
—Bueno, ya que no me reconoces como tu Padre, te dejo con mi secretario, Reamik Chopra, el hermano de Deepak.
—Hola, Superella —dijo la misma voz. No era sorprendente, porque Dios puede tener la voz que se le antoje, y por ese mismo motivo no cambia de voz cuando cambia de marioneta—. Me vengo a ti para que comprendas la vileza de tu mundo frívolo y entres al mundo espiritual. Ya verás los cambios en tu vida cuando aceptes mi Verdad.
—¡La acepto! —exclamó Superella, la reina de las volubles. Estaba encantada, ilusionada, maravillada, magnetizada, encandilada, aturdida, fascinada, seducida, pasmada.
Pero en el fondo, algo hacía a Superella volver a su amado Willis y el recuerdo de Alberdi y Sarmiento la descompuso. Se decía: “¡Soy una héroa interruptus!” varias veces seguidas. Estaba tironeada salvajemente por Dios, que le estaba pareciendo como cualquiera que la quisiera levantar, y fuerzas oscuras.
Oscuras como pudieran ser las escenas cuando Dios habla. Ya saben, la zarza de Moisés, los muros de Jericó, las nubes del Sinaí… Superella estaba a oscuras, no por tanto por la presencia divina —eso ya la tenía mongólica a tope— sino porque en la última salida abrupta se llevó de corbata su última lámpara art noveu junto con la ventana. Típico; pero iluminadísimo. Tú entiendes, Reamik.
—Pero, man, ¿Dios no ha muerto? —volvió a interrumpirse en circular confusión.
—Sos lo que sos, tu creación y tu destino. Sé lo que eres. Haz lo que haces. Dí lo que dices —le susurró Reamik, mientras ensayaba remedios y medicamentos con flores de diente de león sin resultado. La herida seguía sin cicatrizar—. Pocas cosas dificultan más nuestro contacto con la realidad que las cuestiones que quedan colgando, sin pararse y sin resolverse —prosiguió Reamik—. En la vida hay que saber acabar. Mientras no acabemos plenamente un capítulo de nuestra vida, no estamos en condiciones de continuar y acabar el siguiente. —Cual si el polvo que se levanta frente a la zarza ardiente nos obnubilase, con el mundo claro u oscuro y Superella estaba a oscuras: Dios tomaba su mano y ella en la mano tenía una… ¡caramba! —Esto no lo esperaba—. El supuesto Dios la dejó tomando la mano de un maniquí muerto y ella no tenía su pulserita Cartier Rive Gauche. ¡Córcholis!
Levantose la heroína y los ademanes de karatazos al aire dejaron, por lo menos, un par de moretones al tal Reamik, dondequiera que haya escapado el ojete. Espiritual, se puede con gusto, pero dejar que le enreden de tal forma ameritaba al menos una cachetada.
—Se lucha contra el crimen por un precio justo, Reamik —farfulló hincada, close up a su rostro, luego paneó al hueco de la ventana—; pero este capítulo al menos, hay que acabarlo con una poquita de gracia, como la canción ¡Ladrón!
Del otro lado, el Reamik, pulsera en mano empezó a parlotear frutalmente: Dios ha muerto y el Diablo y algún que otro Arcángel. Superman está agonizando. Supertodos es nuestro mesías. Nació en la Baja Moscú. Tuvo cinco hijos, una esposa mística y marxista. ¡Semejante secretario se había conseguido el Dios!
Tengo que irme de acá, se dijo Superella, en este derrape narrativo no hay cuerpo que a una le aguante. Aprovechando su capacidad para teletransportarse, la cual había aprendido de Gokú, un primo japonés del chino tácito que guiaba sus pasos, se desmaterializó y volvió a materializarse en un cuarto lleno de gente.
—Otra vez me equivoqué —dijo Superella, mirando las caras de los presentes.
En vez de terminar en algún Shopping, como era su intención, su cuerpo se halló de pleno en un grupo de autoayuda a payasofílicos.
—Solo por hoy, no payasearé —decía uno de los adictos—. Solo por hoy permaneceré serio, sin caídas estrepitosas ni zancadillas a mis compañeros. Solo por hoy no me pintaré la cara ni daré sopapos a cada uno que se cruce conmigo…
—¿Me pueden explicar qué es esto? —dijo Superella resistiendo la pulsión mística que la impulsaba a desnudarse y entregar su cuerpo a los payasos.
—Lea un par de renglones más arriba y lo sabrá —dijo un payaso patético demasiado parecido a un candidato a presidente clonado de un presidente anterior como para pensar que no era el hijo de la madre que lo parió.
Tras leer, Superella decidió volver a teletransportarse. Alex Benteveo y Sigfrido von Capo se restregaron las manos entusiasmados. La treceava entrega de la historia de la heroína estaba tomando cuerpo y amenazaba con terminar entre fuegos de artificio.
—Yo...sólo quiero que me amen —gimió. De chica siempre soñaba con que mi amor cambiaría al mundo. Pero no es verdad. Mi amor no ha cambiado al mundo ni a nadie. Inspiro y expiro y no siento placer. Pero finjo. Me basta con saber que estoy viva, me digo. Y es mentira.
El gordo lo llamó el Nirvana, el barba lo llamò el Cielo y otros lo llamaron la Tierra Prometida. Lo cierto es que para nuestra heroína sigue siendo Viento. O bruma.
La teletransportación terminó en un programa berreta de televisión.
—¿Y usted le gustó o no le gustooooó? –-preguntó el conductor José María Listorta.
—La verdad que no –contestó Superella.
—Bueno, la verdad que no nos importa. Podemos terminar creyendo en cualquier cosa, podemos terminar no creyendo en nada. Podemos silbar como en una película de Monty Python.
—¿Pero?
—Pero al final, siempre vamos a tener más rating con tetas y culos.
Y cientos y cientos de mujeres semidesnudas aparecieron bailando. Por sueños, o al menos una buena foto en un book.

martes, 21 de junio de 2011

SIN SUPERELLA EL MUNDO SERÍA PEOR

Superella parte, finalmente, para dar de patadas a los diseñadores de moda con telas bastas, ordinarios dibujos, a defender, en fin, nuestro derecho al buen gusto. Ahí va. Gallarda, hermosa, con la pulpa de una exhibicionista y la pasta de una heroína o al menos de pasta base. Con ella todo parece color de rosa, no como el rosa del Restaurador, sino un rosa de pastel de casamiento, casamiento que quizás ella nunca tenga porque el pelado de Willis ya no piensa en ella, o ella no hace méritos.
Pero igual, entre las lágrimas ella vuela por la ciudad para cobrar… para cobrar unos pesos. Lo que se pueda ligar, porque los superhéroes están con la capa caída, si tienen capa, o con los antifaces por los tobillos.
Aún así, el mundo, el mismo que alberga a Fashion City, ignora por completo el peligro que corre si es que nuestra heroína —la de la capa caída, no el polvito blanco, ese no falta— se tropieza con su antifaz y se rompe la crisma dando un beso al asfalto. Ni lo mande Mafalda. No.
Stop. Noticia de última que viene a romper —para variar— los hilos: momento de extrema ilusión en los hogares fashion a causa de lo que informa Fashionbook en cadenas de copy/paste: Ludomatic Zquirra, compañera de la primaria de Superella, deja el horóscopo chino por la alta costura, aconsejada paradójicamente por el Chino Tácito. Superella, nominada compañera de fórmula de Ludomatic, se peina a lo Evita, se saca 500 fotos y se queda con solo una que sube a fashionbook, anunciando así a los fashionbookaficcionados que es hora de dar un vuelco en las relaciones humanas. Se impone en el mundo fashion una nueva modalidad de cuestionario en las calles, bares y boliches: a la pregunta ¿De qué signo sos, muñeca? le sigue simultáneamente la de ¿Quién te viste, cariño? Los fashionbookaficcionados apaluden enardecidamente. Superella dignifica.
Mientras estos horrendos sucesos ocurren como quien dice a la vuelta de nuestra propia casa, en el planeta Mongo la producción de prendas de vestir piratas no se detiene. El emperador Tortillín, un bufarrón del carajo, diseña las horribles blusas y polleras con las que pretende inundar la galaxia. Por añadidura (una torpe, tosca añadidura) cada prenda trucha posee una anilina venenosa que exterminará la vida en la Tierra para dejarla vacía y propiciar la llegada de los mongoles. Pero Superella, muñida de su habitual astucia, consigue el figurín del emperador y planea la estrategia adecuada para entrar en combate.
¿Qué cosa peor que un mundo mongolés y encima, mal vestido? Superella no puede permitir semejante bajeza. Decidida, se levanta y ajustando el antifaz a su atractivo rostro, declara con el puño al aire:
—¡Nadie en esta Galaxia debe mongolear con polleras de semejantes colores! —Acto seguido, se cierra la toma en su mirada, en sus ojos azulados detrás del antifaz con un filtro de cámara que envidiaría Robert Rodríguez—. ¡Ludomatic Zquirra, mi furia es contigo, zorra de mierda! —Brama esto y sale por la ventana, rompiendo el cristal, como siempre. Está de más decir que los vidrieros hacen su agosto (también su marzo y su junio) con las salidas de Superella para luchar contra el Mal.
Y aquí tenemos a nuestra heroína, enemiga del opio de las escuelas y fiel consumidora de cuanta frivolidad sobrevuele el planeta.
Y aquí la tenemos, cayendo sobre Ludomatic Zquirra en el momento preciso en que Mix Mux, el alienígena de tres penes, está desencadenando un orgasmo frenético en la maldita zorra enemiga de Superella.
Mientras, Superella veía con envidia tanto frenesí, tanta lujuria, tanta babosa experiencia que, a mitad de camino ya estaba casi cachonda, al cuarto del camino empezó a flamear su capa sexual, hasta que por fin dijo para sí:
—¡Ma sí, antes de destronarla, únete a la fiesta! —Y se les unió.

Las tres bocas, los tres penes, las dos vulvas y las cuatro tetas intercambian fluídos.
—¡Sobra un pene! ¡Sobra un pene! —exclamaba ilusionado Supertodos, ahora LaUna, travesti interuniversal pictures. Y se entreveró en la festichola.
—Sigue sobrando un pene, LaUna —dijo con la voz etrecortada Superella—, ¿o vos te operaste?
—Ya mismo estoy llamando al INADIFC, vos siempre me discrminás, Súper.
—¡Basta! —la voz omnipresente de La Corte Suprema de Fashon City inundó el ambiente—. Si no me leen el título esto no va. Orden y Progreso. Vuelvan las letras al redil.

—¡Oh, jueces terribles, Minos, Radamantis, Frini, Ranea! No juzguéis o seréis juzgados.
—A los únicos que hay que juzgar aquí son los guionistas. Ya está: promuevo en instancia única un proceso por insania. Vamos, ustedes sigan copulando que hay que poblar este universo con más meta-humanos. También necesitamos más saca-humanos, más villanos, más conflictos, más planetas que se incendien, más caos ordenado que si no Hollywood no nos va a dar bola.
Superella se despertó sobresaltada y húmeda del sueño post múltiple sex. El radiorreloj arrancó el día con música de los Deads Kennedys y la voz desaforada del locutor de fm Cityshake:
—¡Por fin llegó el día! ¡JUICIO FINAL PARA TODOS! ¡Va a ser un día MEMORAAABLE... PARA MORIRSEEEEEEE! JAAAAAAAA
Superella pensó que hay que estar bien vestida en los juicios. La buena presencia influye en los jueces. Mirá si te toca un Oyharbody, tan mediático él. Se metió entonces en su vestidor de 140 metros cuadrados.
—¡No tengo qué ponerme, carajo.
—Superella no tiene qué ponerse, Alex —dijo Sigfrido.
—No tiene —aceptó Alex—. Inventémosle un vestuario.
—Vale. Hago una llamadita y lo resuelvo.
—¿Una llamadita? ¡Qué eficiente!
—Hola, ¿con el club Boca Lasciva Juniors? Necesito un vestuario completo para Superella. ¿Cómo con o sin? ¡Ah, sí! Lleno, lleno. Déjelos a los muchachos mientras Superella se viste. Ella es una superheroína y sabe cuidarse sola. ¿Cómo que no quieren saber nada con la heroína y mucho menos con la súper? ¿Por el control antidoping? Ah, bueno. —Sigfrido cortó la comunicación y dijo—: Va a tener que ir en pelotas.
—Y justo hoy que llega Chopra…

sábado, 18 de junio de 2011

BICENTENARIO A LAS PATADAS: Superella contra Mortadelo

—Los escritores, ¿son un grupo de villanos o de locos? —preguntó Superella pero más bien era esa una pregunta retórica.
—Las Gras Trans son las villanas de este episodio. Comandadas por Mortadelo, estas supervillanas sólo tienen habilidades relacionadas con la química de los alimentos. Mortadelo, en realidad, esconde su identidad tras la efigie del respetable doctor Colmillot, un astuto comerciante de imágenes y huecos para el bolsillo de la dama y la cartera del idiota —dijo el Chino, Alfred para los amigos.
—Lo que vosotros no sabéis —dijo Ortuñón de Manises, saliendo de la página 18 de un tebeo— es que Mortadelo fue asistente de Bruce Willis en Duro de Matar XVII; no le fue mal pero quedó asqueado de tanto limpiarle la calva de sangre falsa.
Esa mañana, además del Bicentenario de Fashion City, se cumplía un año desde que Mortadelo había evitado a toda costa aquella boda de Superella con su ex jefe. Momento memorable recogido por “Calle ahora o hable para siempre”, tanto que marcó una enemistad digna de una fiesta con Sauron y Frodo…
—¿Y ahora qué? —dijo Alex Benteveo—. Tenemos tantos personajes que no va a alcanzar el catering que contratamos.
—Podemos comprar salchichas y pan de panchos —dijo el chino, que ya se imaginaba incrementando la caja diaria de su supermercado, "El Argenchino Gauchazo".
—Una paella para mí, ¿podréis apañaros para elaborarla? Con conejo, por favor.
—Chino no querer más superhéroes en supermercado. Chino cansado de ropa ajustada de Superella. Chino no poder controlar líbido por las nubes. Chino se transforma. Argggggg —y el Chino se pone tan caliente que se transforma en la bestia, en el Increíble Mao Mao.
—No sé por qué el chino se pone a hablar en tarzanesco —dijo Alex Benteveo mirando con acritud a Sigfrido von Capo.
—Yo no escribí ese párrafo. Fuiste vos.
—¿Yo? ¿Qué mosca te picó?
—¿Mosca? Un moscardón, será.
—Morcardona.

—¿Moscarda?
—¿Tenemos una botella de moscarda? —Alex se removió en la silla, paladeando por anticipado el moscarda añejo que Sigfrido atesoraba en su bodega.

—Un moscarda cosecha 1975 que podría venderse en quince mil euros en el mercado de Añejos de Chateax Chantibril.
—¡Vengan a “El Argenchino Gauchesco”! —gritó el chino—. Oferta dos por uno y un chocoarroz de regalo, diecisiete pesos.
—Eso es competencia desleal —dijo Alex, súbitamente deprimido.

—Esto se espesa –dijo Superella.

—Eso no es nada –dijo Benteveo—. Ahí viene Mortadelo. Esto huele a trampa.
—Y el de al lado no es… ¿Filemón?

—No, es Pastrón.
—Es Filemón. Son los malvados Mortadelo y Filemón.
—No, te digo que son Mortadelo y Pastrón.
—Pero…

—Pero, nada, callate boluda —espetó von Capo mordiéndose las uñas—, ¿o querés pagar derechos de autor? Es Pastrón, Pas - trón, nada de Filemón. Y por otra parte, así como el general Ircam tiene de ladero al rabino Rabinovich, a nosotros nos conviene un poco de pastrón para que la colectividad nos tenga en cuenta, ¿no es cierto, doña Rebeca?
Mientras, en un puesto de morcipán clandestino, esperando el tenedor cómplice del enmascarado Alfred, un tentador espécimen de negra morcilla candombera, mezcla pura de sangre, cartílago, piolín caliente y corazón, oriunda del sur, de los más bajos instintos frigoriferos, yace bajo cuatro candados y a las brasas. Si antaño la negra pudo con don Lisandro y regenteó a lo lindo el bulín de la carne, qué no iba a poder con esa masa de giles que creen que la leche nace de un sachet.
El talismán de su piel caliente indicará cuando es la hora. O el timer de la parrilla, sé igual…

—¿Me hablabas, hijo? —Doña Rebeca puso la mano en la oreja—. Estoy un poco sorda y mi hijo que no me consigue el aparatito ese para oír mejor.
—Nada, nada, doña Rebeca. Le hablaba del pastrón y el pepino —a Sigfrido von Capo se le hizo agua la boca.

—¿Pepinos, iguerkes? Te doy la receta.
—Ahora no, doña Rebeca, estamos en un cuento y parece que la guerra empieza de nuevo, después de 200 años.
—¿No le digo todos los días a mi amiga Golde? ¡La inseguridad nos está matando!

—Vamos señora, que no tengo todo el día —dijo el chino, amoscado.
—Cierto. Dame 200 gramos de morta, chino. —Doña Rebeca apuró la cuestión.
—Dejámelo a mí. Mortadelo, detente o te fileteo, a vos y a Filemón.
Mortadelo y Filemón comenzaron a romper todas las botellas de moscarda. El Increíble Mao Mao no lo toleró ni siquiera un segundo. La guerra había empezado.

¡BANG!
Superella llegó de un salto ─como Kramer en Seinfield─, y comenzó a repartir sopapos a toda la concurrencia. Le tocó hasta al pequeño que cuidaba las bicicletas nucleares en la banqueta. Les volteó el hocico como una maestra ninja sin despeinarse un ápice. Al tiempo que iniciaba la madriza legendaria, se escuchó un ruido como de motor fuera de borda. Ya venían a hacerla añicos, pero ella, tomando una capa Hilfiger se desvaneció en los vericuetos del hiperespacio pero debió pagar el precio de escuchar la voz del inefable Tommy haciendo declaraciones antisemitas, contra el colesterol bueno y contra los pepinos macho. La voz les dijo:

—No tengo sangre. Yo la bebo…
—Usted beba lo que quiera —dijo la Policía de Derechos de Autor—. Pero acá se acaba de producir una violación.
—Bueno, violación… —trató de suavizar Sigfrido—. Tal vez un estupro de homenaje.
—Homenaje nada. Ustedes dijeron Filemón, yo lo leí bien clarito. Si juntan Mortadelo y Filemón, están cometiendo una clara violación.

—Era Pastrón, Pastrón. Además, ya terminó el cuento, los villanos están vencidos.

—Nada, se me van todos a la patrulla.
Mansamente, los personajes entraron en el camión policial. Doña Rebeca los miró pensativa. Pastrón, tendría que haber pedido pastrón en vez de mortadela.

miércoles, 15 de junio de 2011

SARMIENTO Y ALBERDI, DOS CONTRA EL CRIMEN

Todo estaba bien en Fashion City. Las luces de neón hacían el amor con las vidrieras, la inflación permitía orgías de precios, la demanda estaba pipi cucú. Pero hete aquí que dos villanos del demonio, Bergman y Borggirl, quisieron desestabilizar las cosas. En primer lugar, robaron las reservas del Banco Federal de Ciudad Agnóstica (gran urbe que está a 200 km. de Fashion City, algún cartógrafo que me ayude). Luego, pasados de escabio, se fumaron toda la guita y, gritando a los cuatro vientos, recorrieron la ciudad proclamando que el fin se acercaba, que el sistema chocaría contra sí mismo, que lo único que podían hacer era votarlos a ellos en las próximas elecciones para alcalde, que se encargarían de todo y de todos.
El primero que los enfrentó fue el Capitán Casino.
—Esto no va a ninguna parte —protestó Sigfrido von Capo señalando con el dedo lo que había escrito Alex Benteveo.
—¿A ver esto? —Alex recitó—: Arrancó la flor del broche con gravedad, olió su casi no olor y la puso en el bolsillo superior. Lengua de flores. A ellas les gusta porque nadie puede oír. O una fragancia envenenada para matarlo.
—¡Animal! —exclamó Sigfrido—. Eso se parece demasiado al Ulyses de Joyce.
—No se parece, lo copié —retrucó Alex—. Es plagio. Pero no te preocupes. Por un lado levantamos el nivel de la serie, y por otro nadie se va a dar cuenta. ¿Te creés que alguien más aparte de la tía de Joyce leyó el Ulyses?
—Hay un tipo.
—Quién.
—No sé, pero vivía en un lugar de la Mancha del cual no quiero ni acordarme.
—¿Por qué?
—Ahí vivía mi hermano. Y no éramos para nada unidos. Todo el día nos pegábamos con fierros.
—Eso es feo. Che, mirá ahí. ¿No son Sarmiento y Alberdi?
—¿Esos que se manosean?
—No, los de allá.
—¿Tendrán algo que ver con el Capitán Casino o será otro hecho sin sentido en esta aventura donde todavía nadie sabe qué pinta Superella?
—Qué se yo. Sigámoslos. Capaz que no nos defraudan.
Alex y Sigfrido se aproximaron a los sujetos mencionados.
—¿Ustedes son Sarmiento y Alberdi? —preguntó Alex.
—No, somos Alberdi y Sarmiento —respondió Alberdi, o Sarmiento.
—Es indistinto —dijo Sigfrido—. ¿Luchan contra el crimen? ¿Están dispuestos a salvar a Superella de las garras de la sinarquía, es decir, de la arquía china?
—Somos los grandes héroes de la nación —dijo Sarmiento, o Alberdi—, y lo único que nos importa es encontrar una heroína.
—No sé si le puedo conseguir heroína —dijo Sigfrido— pero capaz que lo conecto con un muchacho que vende otras marcas de merca. ¿Ribotril le sirve?
—¡Silencio! Ahi viene el Capitán Casino, por el espacio. Su nave de naipes hecha en Chacarita...
—¿Te volviste loco?
—Si no decís esas palabras, el Capitán Casino te envuelve en naipes y dados. De hecho, esas son sus armas. Y es que creció en un casino de Gamecity y sólo sabe tirar esas cosas.
—Che, boló, no veo por dónde seguir el hilo, pero confieso que me pudre que nos hayan metido de nuevo en esta burda historia —dijo, Alberdi, calzándose los esquíes alpinos—. Y ojo con ese falso anacronismo y esta firme aseveración: desde que el virreinato es Plata los políticos se deslizan como piñas en el hielo y creen que los Andes es un error de Dios.
—Los políticos —refutó Sarmiento—, estamos para eso: para hablar y dilatar los argumentos y así justificar los hilos, viejo. Y toda nuestra historia es burda, John Batist.
—Ok. Tócala de nuevo, Sarm.
Y en el piano sonó eso de que fue la pluma su vida y su elemento y lalala, acompañado por una corneta blanquiceleste mundialista que le daba un lindo touch de jazz villero.
—¡Amo la bubuzzella! —exclamó Nelson Mandela bailando en una pata porque la otra se la había comido un cocodrilo del Nilo.
—¿Y este? —dijo Sarmiento—. Había que abrir la inmigración para los europeos…
—Chito —dijo Alberdi—, que el INADI tiene orejas largas. Y, además, leé el título de este cuento: tenemos que luchar contra el mal.
—Ajá. No me digas que este negro es del bando de los buenos.
—Alex —susurró Sigfrido—: hay que volver a introducir a los villanos del principio. Si no esto se cae a pedazos.
El Capitán Casino y el chino se cagaban a carcajadas de lo que veían y escuchaban; después de todo, siendo ellos los villanos ─uno villano, otro chino de ojitos de regalo─ no habían tenido chance de disparar la máquina de resoplidos para destruir el mundo y darle a los Dos contra el Crimen algo por qué luchar…
—Prepará la máquina, chino —dijo el Capitán Casino—. A esos dos les vamos a dar como para que tengan.
—¿Qué hace la máquina? —dijo el chino, ladino y astuto. No se quería arriesgar a los presuntos efectos colaterales de la mecánica cuántica que gobernaba el artefacto.
—Funde el bronce, chinito. No les va a quedar ni un pelo de héroe, a esos.
—¿Qué estáis tramando? —dijo Superella entrando por la ventana. Habla así porque nos acaban de avisar que la serie está por ser comprada por un canal de Valencia.
—¿Nosotros? ¡Nada! —dijo el Capitán Casino escondiendo el artilugio en su gran bolso de bolitas cachuzas.
—Ya os daré nada, tíos. ¿Vais de coña? A follar a otro tablao —agregó propinándoles a los villanos una serie de golpes de karate dignos de una de ninjas.
—Momento, momento, momento –dijo Alberdi atravesando la pared—. Bergman y Borggirl son los villanos en esta historia. ¿Nadie leyó el principio?
—La gente se entretiene con baratijas, no lee —dijo Sarmiento cayendo del techo—. Uy, mirá, pero si es Joaquín V. González que trae la dentadura de Belgrano.
—¿Quién ve González?
—Joaquín.
—Joquín Cortez que no quita lo valiente, qué bailarín.
—Caries no tiene —dijo González, analizando la dentadura del prócer—. Pero le pinté los dientes de celeste y blanco. Eso seguro que intimida a los malos. De última usamos la bomba atómica de Perón.
—¿Y si llamamos a Superella? –dijo Sarmiento-. Al menos para justificar su existencia de heroína.
—¡Epa, acá estoy? ¿No me ven?
—¿No le daba a la merca? –intervino Alberdi.
—Iuju, soy yo, Superella.
—Oia —dijo Sarmiento—. Creímos que eras Lola Flores.
—Noooo, tontos, soy Superella, pero hablo en galaico porque nos acaban de avisar que la serie está por ser comprada por un canal de Valencia.
—¿Entonces, ahora qué hacemos?
—¡A darse de ostias que esto se va de madre, joder! —fulminó Superella
Mientras tanto, Bergman y Borggirl, en sus oficinas, firmaban la venta de la serie al canal de valencia. ¡Qué villanazos!

domingo, 12 de junio de 2011

SUPERELLA SE QUIERE CASAR CON BRUCE WILLIS Y EL CHINO LE HACE LA VIDA IMPOSIBLE

—¡Me quiero casar con Bruce Willis! —dijo Superella, en su trajecito sastre, frente al espejo, en su identidad común y corriente de Linda Cartera, periodista, investigadora privada, abogada de familia y antropóloga.
Momentos antes, en el televisor, Willis había anunciado sus intenciones de casarse con cualquier meta-humano que le hiciera el amor en la atmósfera. Decía que era un morbo que venía arrastrando desde la etapa celestial (luego de la anal, oral, del Edipo, del Electra, etc.).
Pero no lo puedo hacer yo sola, pensó. Así que raudamente fue hasta la azotea de su imponente Torre LeMauro Viale y encendió la señal de sus compañeros de superaventuras.

En otro lado de la ciudad, Sarmiento y Alberdi vieron una escuela proyectándose en el horizonte.—Alberdi, dejá ya las pastas bases —dijo Sarmiento, que había terminado de tejer el pullover a medio hacer de su madre Paula Albarracín de Cahen Danvers—. Superella nos llama.
—Necito ayuda —dijo Superella hablando en riojano. Se le ocurría que eso estaba bien si el interlocutor era Sarmiento.
—Vamos para allá —dijo el sanjuanino.
—Gracias —dijo Superella. Se dispuso a preparar el equipaje, pero sonó el teléfono.
—¿Cómo te atreves a pensar en casarte con Bruce? —estalló la voz airada del chino tácito en la oreja de la superheroína.
—¿Estás leyendo mis pensamientos?
—Lascivos pensamientos de una casquivana cholula y consumista.

Superella colgó furiosa y se abalanzó sobre el vestidor para elegir el vestuario con el que viajaría a los Estados Unidos para consumar su unión con el hombre duro de matar, pero antes de que pudiera accionar el tirador de la puerta, el chino tácito se materializó en la habitación.
—¿Cómo es posible que…?

—Esto es un cuento, tarada —dijo el chino.
—No importa, no va a impedir mi casamiento.
—El artista marcial puede detener cualquier acontecimiento con el poder de su pensamiento –dijo el chino, sacando un revólver.
—¡Alberdi, no escatime sangre de chino para regar los campos de Fashion City! —dijo Sarmiento, reventando la puerta del departamento a puro golpe de cabeza de una maestra de colegio inglés.—¡Vinimos al rescate del orgullo europeo, nacional y popular! —vociferó Alberdi.

—¡Gracias, mis héroes patrios! —cantó Superella haciéndole panda a Sarmiento y llenándole la cara de besos. Teniendo en cuenta el tamaño de la cara de Sarmiento, le tomó unas buenas dos horas completar su faena. Mientras tanto, Alberdi reducía al chino con un boomerang de corto alcance que le había sido regalado por el Primer Convicto de Australia, Fenimore Cooperschmidt, quien a la sazón gobernaba la isla-continente.
—Esto no va a quedar así —dijo el chino—. Mil setecientos millones de chinos me vengarán.

—¿Mil setecientos millones? ¿Desde cuándo son tantos? —dijo Alberdi, quien creía eso de “gobernar es poblar” pero sin exageraciones.
—El maldito capitalismo nos trajo la pornografía, el consumismo y la inflación —se quejó el chino.

Y cómo no iba a quejarse. Mil setecientos millones de chinos mirando pornografía saturnina al mismo tiempo podrían ser capaces de causar mucho desastre si se les dejaba libres. Una suerte de arma secreta digna de oponerse a cualquier duro de matar o, mejor dicho, duro de casar.
—Ustedes no hablen —le espetó una estatua parlante a su derecha—. Los chinos sí que nos llenaron el planeta. Ahora estamos de gira por cualquier planeticucho de morondanga porque no dejaron de darle a la fucking dance.

—¡Paren! —gritó Superella —¿Después de todo este matete, alguien tiene una estrategia para casarme con Willis? ¿O se van a quedar masturbándose con la idea de población y esas pamplinas? ¡Háganme el favor, che! —culminó, deschavando su origen rioplatense la platinada héroa.
—Sí, convencerlo de las virtudes de la familia tradicional –dijo un hombre vestido con una camisa hawaiana rosa que entró por la puerta destruida del departamento.

—¿Y ese quien es?
—El portero —dijo Superella, porque el otro se atragantaba con un choclo y no podía contestar—. El Restaurador.
—Como decía —dijo el Restaurador—. Lo nuevo es lo viejo, eso seguro se lo gana.
—Este habla como el chino —intervino Alberdi.
—Nosotros tenemos uno mejor —dijeron al unísono Sigfried von Capo y Alex Benteveo.
—Vamos a secuestrar a Bruce metiéndonos en una película que vimos anoche —agregó Alex—. Esa en la que le habían raptado a la familia unos malvados y él tenía que conseguir una información y había un incendio y los malos disparaban con ametralladoras de grueso calibre.

—Acá está la llave para entrar a la película.

Mientras tanto, en Ciudad Lépura, Bruce Willis se pulía la calva mientras miraba en su pantalla el último catálogo de humanas con órganos sexuales aún en servicio. Ya saben, en esta época todo mundo se implanta cosas y uno no sabe si le comerán el pito de una mordida. La mañana llegaba y sus ojos se volvieron al cielo, pronunció sin pensar: Superella, que en ese momento soñaba con su casorio, pero en medio de una especie de orgasmo de organdí, no va que la héroa ve al chino que caza al vuelo unos agujeros negros y se los planta en sus calzas, mostrando que, bajo esa apariencia angelical, Superella tenía unos tremendos pelos en las gambas. ¿Se despertaría de esa?
—¡Momento! —dijo el querubín, importándole un comino romper con el hilo argumental.

—¿Quién es usted? —clamaron al unísono Sigfried von Capo y Alex Benteveo.
—Soy el bastardo de Superella y Bruce, tío.

—¡Pero usted todavía no nació! —bramaron todos los personajes de la novena.
—¡No nací, pero ya voy a nacer! ¡Y en flor de quilombo los voy a meter!
Y dicho esto, se dedicó a sacarse la pelusita interestelar que se le había pegado en el cordón umbilical que buscaba pista en un hotelucho de mala muerte, entre Ciudad Lépura y el Cabo de Pornox.

—Así nunca me voy a casar —dijo Superella, entre sollozos y mucosidad.
—Bueno, Willis no te convenía —dijo el Restaurador—. Además, seguro que es bufarra.

—Y nos tenés a todos nosotros —dijo el chino, abriendo sus brazos, ofreciendo el amor puro y sanador de los amigos.
—¿Los tengo a todos? —dijo Superella.
—Pero sí, tontita —dijo Sarmiento—. Las amistades no se matan.

—A todos…
La sonrisas se ampliaron mientras una efímera lluvia de miel caía del techo.
—Bueno, todos, entonces ¡vayanse a cagar, manga de eunucos pelotudos!
Y encerrándose en el baño, comenzó la atenta lectura de la revista Solteronas Hoy.

jueves, 9 de junio de 2011

LA DANZA DE LOS CLONES EPILÉPTICOS

El sonido de los tacos pareció repercutir en la noche como palabras inconclusas. Las metáforas no son lo mío, pensó Superella, deteniéndose frente a las puertas de aquel antiguo templo de amplias góndolas y estrechos pasillos, donde el chino tácito que parecía acompañarla desde siempre impartía sus conocimientos.
—Pase, esta abierto —dijo el chino—. Las puertas son ilusiones, los descuentos también.
Superella se quitó los zapatos y entró a aquel ambiente de sabiduría y productos en oferta. El minimercado La Sabiduría de Oriente, regenteado por el chino, permanecía en un silencio de legumbre.
Un chino particular. Mirada perdida y ojitos de regalo como todo chino, pero que al cerrar las puertas se dejaba ver la avidez del que ve en su visita la oportunidad de meter un par de fajos de billetes a su bolsa.
Superella lo miró por sobre el estante de las boas Pierre Vouton, con aires de grandeza pero codicia de temporada de piel de marrano espacial.
Días como estos, pensaba nuestra heroína, no se dan a cada rato. Sin embargo, ese chino tenía algo. Algo sexy pero muy muy sospechoso.
—¿La invito a pasar a la sección especial? —dijo él, rompiendo el silencio y haciéndola saltar del susto, como conejo en celo...
—¡Shhhhhhhhh!
Un chistido en la soledad, un búho en el minimercado, una cagada en el hombro de Superella, una rata que trepa por los cables, cucarachas tiritando en la heladera.
—Este no es el ambiente adecuado para una heroína —dijo Superella.
—¿Heroína? ¿De la buena? ¿Querer?
Superella siguió caminando por el pasillo hacia la luz mortecina de la trastienda con una misión clara. Los clones que había traído al mundo estaban fallados.
—No sé si debo —murmuró Superella, insegura.
—Acá no debe nadie, no se fía. Pero usted debe deber. Su mundo es caótico y desnivelado.
—Lo sé.
—Sé que lo sabe.
—Lo sabía.
—¿Cómo no saberlo?
—Una hace lo que puede.
—Se debe hacer lo que se puede.
—¿No era que no se debe?
—No acá no se debe, no se fía. Paga hoy, mañana se lo lleva el pampero oriental.
—Para salir de esta necesito regresión a un momento concreto de mi vida—sentenció Superella—. Puedo claramente divisarlo sin ningún esfuerzo: Ommmm... el día de la reapertura del Ultra Shopping Galaxi, cuando todo el mundo que era parte de mi mundo, esperaba que este ejército en llamas que soy, intentara dar un golpe de vidriera. Juro por todas las medias caladas de Pain Jem que se me llena el alma recordando esto y me hace bien, muy bien...Para entonces, ya había recopilado tantas pilchas para ese posible salto de banca que tuve que explicar por qué...(caray, no recordaba esto)... no se materializó. De pronto, me tuve que parar a pensar (¡caray! maldigo esta regresión que ahora me trae a cuenta esto) y lo que es peor, poder hilar un simple y llano argumento como el que necesito ahora para darle un sentido a esta octava secuencia. Y eso, diablos... veo que me sigue costando...
—Si piensa tanto voy a tener que cobrar —dijo el chino armando en su rostro la habitual sonrisa de chino.
—¡No sea grosero! —dijo Superella—. Y vamos rápido a ver los clones que me estoy impacientando. A las ocho cierra Rosaura a las 10, la tienda superfashion que acaba de inaugurar Chiquita Susana. Tengo que ir a retirar una estola de piel de renacuajo del canal marciano.
—¡Cómo me gustaría ir a Marte! —suspiró el chino.
—¿Quiere conocer Sirte, el monte Olimpos, la estatua de Ray Bradbury?
—No. Me gustaría poner un lindo supermercado.
—¿No le alcanza con este minimercado?
—El hombre no conoce sus límites hasta que no los cruza.
—¿De dónde saca todas esas frases? ¿Vienen en galletas de la fortuna?
—La fortuna es esquiva, como hilo de tanga.
—No, en serio, ¿de dónde saca todo eso?
—Tengo unos monos amaestrados, mercenarios del Rey de los Monos. Dicen que no paga bien, retacea bananas. Yo les doy buena fruta y hasta algunos manices. En Marte, mis monos tendrían mucho espacio para hacer galletas de la fortuna. Aunque creo que esta situación la robé de un capítulo de los Simpson. Así que quizás tendría que pagar derechos.
—Los marcianos son medio xenófobos. Por eso me gustan, son de los míos. Le aviso, nada más.
—Los marcianos son xenófobos porque así lo quiso (quiere) el nabo que se cree Dios y que escribe, ahora, entre tazas de café, tus aventuras, y es tan nabo que ni siquiera es capaz de escribirme el acento chino ¡Soy chino, boludo!
Y así, sin lápices ni ventanitas de colores ni puntos mínimos que configuren la realidad, Superella se hundió en la trastienda, junto al chino, junto a mil clones de ella que no sé, no quiero saberlo tampoco, de donde salieron. Locura guionística, que le dicen.
—Guionistas locos... Se han arrogado la facultad de borrar y manipularnos a su antojo, autoproclamándose integrantes de la "Corte Suprema de Fashion City" ¿Vuestras Excelencias conocen derechos tales como la libertad de circulación? ¿Pueden los honorables iluminados de esos dignísimos estrados amputarnos las piernas?
¿Quién determina que cantidad o de qué calidad somos? ¿Y nuestra historia previa? Já. ¡Ésta la van a manipular! Yo, Chino Tácito-aunque oriundo de La Banda, Santiagueño hasta la muerte, me muevo al son de cualquier escritor, mientras los grandes inquisidores se mecen en la duermevela. Y camino, muy a pesar de todos. Toco el aire y no los toco. Me río de sus caras y en sus caras y no lo pueden impedir. Sigo navegando en otros teclados, en otras mentes insomnes, hablo en Mandarín o en jeringoso y subrepticiamente les puedo morder hasta el bozal y la ley. ¡Miren que boludo que soy! ¿Y quién es el que está realmente ahora en la trastienda? ¿Quién? ¿El loco? ¿El guionista? ¿La toga suprema? ¿Dios?
La verba del chino se iba extendiendo mientras Superella lo miraba. La cara del oriental iba cambiando de color mientras sus propósitos se iban perdiendo en medio de su delirio místico comercial y las imágenes de monos y personajes secundarios se diluían también entre los recovecos de la mente de un narrador, también tácito que le iba buscando el final a una historia que quizás no la tuviese, pero mírese qué tarde que es y todos los párrafos que hay, quién se va a detener a leer para concluir este entuerte. Váyase, Superella, digo yo, narrador, que soy todos y ninguno a la vez, váyase a Rosaura a comprarse esas tanguitas que ya tengo fantaseadas, yo me quedo con el chino. Sí, siga el camino que sus tacos le quién. Acá me quedo yo, poniendo este punto final.
—Jajaja —rió diabólicamente Sigfried von Capo—. El tipo se creé que es él el que escribe y pone el punto final.
—Nosotros escribimos, salame —agregó Alex Benteveo—, y somos nosotros los que ponemos el punto final. Y el punto final es ESTE.

lunes, 6 de junio de 2011

DULCITO Y BACÁN EN PROBLEMAS ORGANIZATIVOS

—¡Porca miseria! —entró gritando Dulcito al baño de Bacán—. Si cada vez que presentamos una línea de perfumes o de ropa interior, tenemos que invitar a Superella, ¡estamos fritos!
—¿Por qué? —tronó Bacán—. ¡Es una dulce! ¡Siempre nos compra algo!
—Es que la siguen esos facinerosos extraterrestres de porquería… Rompen las instalaciones, se nos ponen nerviosas las modelos… ¡Así el negocio no puede andar!
Dulcito decidió que para evitar la impertinente irrupción de Superella, había que contratar unos matones, eso sí, que no fueran muy caros…
—De verdad, no lo entiendo… —murmuró Bacán.
Dulcito hizo un desdén a Bacán, que ni la drag queen de turno habría hecho mejor ¡Hasta para quejarse tenía glamour!
Los matones empezaron a llegar. Kink Konk, especialista en depilado sin cera; Iveco, más grande que un camión con acoplado y Lucifer, un enano de setenta centímetros que saltaba dos metros y te rociaba con un aliento más fétido que un cementerio de elefantes recién fallecidos.
—¿No serán muy brutos, estos? —susurró Bacán—. Me dan un poco de… miedo.
—No seas marica —replicó Dulcito—. Ya aleccioné a los sujetos y les unté la voluntad con jalea de arándanos. En todo caso, si el asunto se pone denso, tienen unas remeras de diez pesos compradas en el Once para moderar la fuerza de Superella.
—El enano no me gusta: tiene problemas motrices. No sabe enhebrar. Y esto nos puede generar problemas con la Orden Fashion de Antidesórdenes Psicomotores —dijo el segundo ayudante de modas, Segundo Piaffa.
—¿Y eso que tiene que ver, Seg? —cuestionó Dulcito.
—Tienen que camuflarse con oficios del ramo. Si Superella se entera que la seguridad del predio esta bajo un absoluto control, no pone ni la minúscula uña de su minúsculo dedo gordo del pie en la alfombra turquesa mar caspio al atardecer. Es una mina insegura que ama la inseguridad, no lo olviden.
—¿No te parece que están metiendo demasiados personajes en la historia? —dijo Alex Benteveo escondido en el equipo de aire acondicionado. La comisión supervisora de la TRUCA había tomado cartas en el asunto a partir de la aparición de copias pirata del comic de Superella en Fashion City.
—Me parece que sí —apoyó el Sigfried von Capo—. Estos son unos mamarrachos. Démosle su merecido.
En la calle, una alfombra turquesa cielo de Júpiter, marcaba el camino que debían seguir los invitados. Unas vallas de metal plateado separaban al periodismo y al vulgo. Desfilaron: Paquita Mayorteli, Bruno Scapitute, Sofía Glomenca, Adalberto Rufino, Mariángeles Spacavento y muchos otros más.
Unas horas después el salón principal del Palacio Bersacalle, alquilado para la presentación, comenzó a llenarse.
Sólo faltaba ella: Superella.
Puertas adentro, las modelos se maquillaban y peinaban. Los ayudantes arreglaban y probaban.
Un grito surcó el aire y dejó petrificado el ambiente:
—¡Dulcito, y la puta que te parió!
Dulcito miró hacia Bacán. De su boca aún brotaba el pestilente insulto.
—¿Qué pasa? —dijo Dulcito.
—El enano, eso pasa. Mirá lo que hizo.
Bacán llevó a Dulcito hacia el sótano. Los cadáveres de Sigfried von Capo y Alex Benteveo colgaban de un gancho de carnicero. El enano Lucifer afilaba unos cuchillos.
—Dice que iban a interrumpir el desfile.
—¿Y?
—¡Los está feteando! ¿No ves las lonjas que está poniendo en ese pan, con el queso y la mayonesa?
—Opino que los encerremos a todos en el cuartito azul del fondo con la playstation 8 hasta que resolvamos esto. Y ese Alex... —masculló Dulcito—, que me perdonen los dioses pero se lo merecía, ¿desde cuándo a un agente secreto le importan tres rábanos cuántos personajes se meten en la historia? ¿O es que estaba recibiendo alguna clase de vuelto por la exclusividad de algunos?
—Puede ser. TRUCA le debía dos meses de sueldo por trabajo a destajo —irrumpió en escena Segundo Piaffa, totalmente negado a ser un extra en esta historia.
Demasiados personajes, demasiados testigos, demasiados crímenes. Cadáveres de poca monta, de los cuales el doctor Saffaroni ya se encargaría. Por lo demás, buena parte de la prueba ya estaba siendo deglutida en simples de jamón y queso. Lo único que realmente le quitaba la pesadilla a Dulcito era UNA. Esa UNA que en medio de uñas esculpidas, pelos al viento y confusas señales, apareció. ELLA, la inconfundible, la única, la unívoca, la unisciente, la omnifashion, la super, LA… Supertodos, ahora LaUna, transformada en una diva de metro ochenta. Pestañas de sauce, tobillos de columna griega, manos de escultura de Podín. Y unas tetas… unas tetas que ni el Dr. Tecambio podría imaginar. La peor archienemiga mortal de Superella. Superfashion, un pelo divino que brillaba con la brisa de la nochie. Perfume celestial que dejó a Dulcito en un trance interminable.
Bacán seguía organizando los últimos preparativos para el desfile. Sólo faltaba Superella.
—¿Qué hace Superella? —dijo Bacán deglutiendo canapés de seudocaviar a tres por minuto—. ¿Por qué se demora? ¿Acaso nos desprecia? ¿Cuándo viene?
La verdad de la milanesa es que Superella estaba trabajando a destajo para reconstruir a Sigfried von Capo y Alex Benteveo a partir de unas células madre que las parió conservadas en la heladera Siam de la abuela Candelaria.
—Un par de minutos más y los clones estarán listos —dijo la heroína frotándose las manos. Solo la carcomía una duda existencial digna de Jean Paul Sastre: ¿qué ropa les pondría cuando finalmente emergieran de los tanques de clonación? No podía ser ropa barata comprada de apuro en la calle Avellaneda. Tenían que ser pantalones de Pastoruci, botas de New Fashion, camisas de Anders Village…
Con los clones listos y una nube de extraterrestres apocalípticos, Superella enfundada en su mejor mono de seda de Indorusia Monamur hizo su entrada triunfal.
Los matones refeos: Kink Konk e Iveco se le fueron al humo y al frente de ellos estaba LaUna protegida por Lucifer.
Superella dudó un instante, se encomendó a San Esteban Mártir de las Pantuflas Celestiales y comenzó la gran batalla.
Las divas se agarraron de las pechugas. Los extraterrestres mordisquearon a Kink Konk, Iveco y Lucifer. Los matones tiraban patadas y piñas, menos Lucifer que arrojaba big bolas de fuego.
En su central de recontraescasainteligencia el Regente Maurice sonreía.

viernes, 3 de junio de 2011

LA LEY Y DIOR

El Niño Dior, el sagaz compañero de Superella, estaba en apuros. Un cruel villano, Populum, lo había secuestrado cuando estaba atragantándose con hamburguesas de plástico en una de esas cadenas de comidas rápidas que le pagaban los ropajes y la vida. Al tomar conocimiento de ello, Superella fue al juzgado, a pedir una orden de allanamiento al juez Saffaroni. No vaya a ser que me pase lo mismo que al Capitán Casino, pensó nuestra heroína, más ahora que los jueces están muy hinchapelotas.
—Señor Juez de la Corte de emisión de órdenes de Fashion City —comenzó su parlamento Superella—, vengo ante Usted con un trajecito de corte inglés que marca mi silueta y alarga mi talle, un pañuelo de Vergolio y unas botas re-cancheras de Soto, para solicitarle con muchísima urgencia, dado que mi compañero Niño Dior, ha sido secuestrado por un morocho y grasoso malhechor llamado Populum, y es mi deber ante toda la ciu…
—¡Cortala, loca! —el juez golpeó el martillo sobre el escritorio—. ¿Dónde querés allanar? Y no me rompas más las bolas.
—Allane en los barrios bajos y las villas —dijo Superella, medio desesperada—, allane los lugares de los grasas y los gronchos, allane las canchas y los bares donde se reúnen los malhechores. ¡Allane todo!
—De acuerdo —dijo el juez inesperadamente—. Te voy a dar el gusto, pipistrela. Pasá a mi despacho y andá sacándote la bombacha. —Superella no había entendido lo de pipistrela, pero lo demás sí, más o menos. Se preocupó por el asunto de la bombacha. Era un modelo exclusivo de Guernacci, no uno de esos trapos inmundos fabricados por vietnamitas asquerosas que se compraban en los tugurios de Villa Albertina.
¿Adónde guardarla? ¿En la cartera sin fondo, diseño exclusivo de Vuiton Barrionuevo, que le había regalado la princesa Mínima de Luxenburgo? El juez tenía fama de ser un feroz semental digno de película pornográfica italiano de alto presupuesto, pero el Niño Dior era una inocente criaturita que valía la pena el esfuerzo. Aunque no la bombacha.
—No, no —dijo Superella—. Voy a tirar una naranja al aire y todos los morochos de Fashion City se van a tirar a agarrarla y ahí voy a poder encontrar al Niño Dior.
—Pero qué barbaridad, cómo va a decir esas guarradas —dijo el ayudante del juez, el calvo Jorge Jackonson—. Los negros también son gente que mea de parado.
—¿El qué?
—Como los trabucos, travas, travesaños, travelines, travelos, traveliños, muñecos con manija, puerta con picaporte, inflable con pico…
—¡Pare Jackonson! —gritó el Juez.
—Bueno, que también son gente, quiero decir y usted, tan blanca que hace odiarla, tendría que ir en cana por discriminación. ¿No, señor juez?
—¿NO, SEÑOR JUEZ? —repitió alzando la voz. Saffaroni había perdido todo contacto con la realidad. Lo esperaba en su despacho un homicidio preterintencional llegado de manos del oficial Servizatti como pan caliente. Aparecía en la caratula provisoria, en enormes letras rojas, datos imprecisos de la víctima: "N.N. MASCULINO.MENOR DE EDAD".
¿Y si el cadáver irreconocible que yacía sobre el tapete de ese hall minimalista era la mismísima criatura Dior?
—Es un bofe —dijo regurgitando un palito rancio Jackonson.
Las fotos del que dormía el sueño eterno desangrado dejaba lugar a todas las dudas, incluso si se trataba de alguna especie de humano.
—¿Otra vez con esa historia de la venganza de los extraterrestres pop? ¡Fumala de nuevo, Jack! —escupió Servizatti.
—Quiero saber que está pasando —dijo Superella, en un ataque extraordinario de nueva y breve conciencia, remanente negativa del trabajo a medio hacer del Chino Tácito.
Saffaroni le mostró las fotos. Superella reprimió un sollozo. Un lagrimón. Un salivazo. Unas ganas terribles de ir al baño. Fluidos corporales inconfesables. Aquello podía ser el Niño Dior o un mono afeitado descuartizado por una manada de punks post modernos admiradores de Miranda!
—La muerte es solo un estado de la conciencia —expresó sabiamente el chino que había entrado al juzgado sin que nadie lo viera.
—Los chinos mean de pie —dijo Jackonson—. Y sacan galletas de la fortuna. Eso los hace humanos también. Como los trabucos, los…
—Cállese —dijo el juez—. Cállese de una puñetera vez.
—Quisiera borrar este momento —balbuceó Superella.
Su cara de muñeca desamparada pedía a grito silencioso "pronto despacho". Se sentía atravesada como por un rayo por esa nueva modalidad, entre cómica y esperpéntica, que adquieren los llamados pseudo místicos occidentales, producto tal vez de esos sermoncillos baratos de librito de autoayuda que instan al carpe diem.
—Acá tiene una goma, señorita —dijo el secretario del juzgado conmovido por las tetas de la heroína y ajeno al ruido de corte y corte de carne.
—Gracias, lindo.
—Dígale al comisario Porro que proceda al levantamiento de rastros, Jack —continuó Saffaroni—, y llame urgente al doctor Mejía para que determine si esa colita de cuadril en serio estado de descomposición corresponde a un ser humano. Nunca le tuve confianza al forense
—Es terrible —dijo Superella, abatida por los acontecimientos. Sus pañuelos extra grandes Reina Elisa, apenas contenían sus lágrimas.
—El alma solloza como la nieve inunda los cerezos en el invierno —dijo el chino.
—Bueno, el ponja me las lleno —dijo el oficial Servizatti—. Que llamen al teniente Frula, que vaya preparando una escena del crimen, porque yo a este me lo como crudo.
—¿Me acaba de decir japonés? —dijo el chino, abriendo los ojos más que las redondeces de Pamela Anderson—. ¿Me acaba de decir japonés?
En ese momento, el chino tácito sacó una espada sin declinación de sus ropas. La hoja cortó el aire como un grito de un Godzilla famélico.
Superella salió del palacio de justicia y sobrevoló Fashion City. Con su visión superaguda intentó localizar la guarida de Populum, con la esperanza de que la masa informe de carne, sagre y huesos no pertenecieran a su compañero Niño Dior.
En ese momento suena su intercomunicador superestelar con plumas de cotorra asiática y recibe un llamado de… de…
—¡Niño Dior! ¿Estás bien? —dijo entre lágrimas Superella —. ¿No te habían secuestrado?
—No, Super, estoy detenido en la prisión de máxima y mínima seguridad del regente Maurice.
-¡Ya mismo voy a rescatarte! –exclamó la heroína.
-No, no, dejá, me están aten…auch…diendo bien.
La comunicación se cortó. Superella permaneció en duda, especialmente por los ruidos de sopapa que se filtraban por la línea. Pero una enorme tienda de ropa llamó su atención. El Niño Dior, se las podía arreglar. Al fin de cuentas, ya estaba en edad de pelar la fruta solo.