martes, 31 de mayo de 2011

SUPERELLA MUERE POR UNAS BOTAS DE PIEL DE TIGRE, PERO DESPUÉS RESUCITA

Superella estaba fresca como una zanahoria cuando se le cruzó la idea de calzarse con las botas de viajar hasta Titán, hechas en animal printing con técnicas láser ilustradas, cuando se le apareció el holograma de Madame Tussó, reina madre de la cera depilatoria para regiones no ópticas del maniquí y le predijo que ciertos centauros tenían en sus flujos espirituales un veneno poderosísimo para detener la maldad insolente de ciertos negociadores de ropa de origen dudoso. Esto actuó como disparador de pacotilla. Los disparadores disparatados suelen ser los que llegan más lejos, así que nada mejor que otra vuelta de tintura para pensar mejor.
—Recuerden que 1100 palabras. Ni una menos, ni una más y se imprime —profetizó la ex amante del doctor Bulardón y apuntó con su 22 a los guantes de látex empapados de tintura azabache N° 22 serie Judea que asomaban por el borde de un pequeño bols, justo arriba de la botas atigradas de Superella.
—A mí nadie me indica los límites que debe tener este cuento y no te tengo miedo, enana de bodegón. Gatillá si te quedan ovarios no congelados —gritó.
—Menos mal que borraste las palabras que sobraban, corderito platinado del señor, sino el que te manchaba los decolorados sesos era el ojo del administrador.
—Si ese me mancha las botas se le acaba el cuento. No ves que no le conviene, gila. ¿Y? ¿Vas a disparar o no? Creo que llegué a las cincuenta, así que finishela.
Superella despertó del trance telepático con la Tussó y se calzó las botas de piel de tigre. Quería visitar a su amado archienemigo Mix Mux en Titán. Lo que ella no sabía era que el comisionado Palacios, obedeciendo órdenes del regente Maurice había untado el interior de las botas con talco de bolsa, el más berreta del mercado.
Nuestra heroína comenzó el viaje intergaláctico mientras el talco penetraba en su delicada piel y la iba desangrando por dentro.
Llegó a Titán. Cayó desplomada. Los pensamientos le eran breves. Telegráficos. Mi mama me mima. Evita educa, Perón dignifica. Viva la patria. Estoy delirando, pensó Superella, me muero en el fluir de conciencia; chupate esa James Joyce que Ulises bien que se tocaba aún atado al mástil cuando las sirenas le cantaban, so botón, so botón.
—Para sobrevivir tiene que anular la conciencia —dijo el chino que estaba en Titán sin que nadie lo supiera.
—¿Usted salió de la nada? —preguntó Superella, casi en agonía.
—Sí. Soy el chino tácito. Pero eso no importa. Tiene que concentrarse para no morir. Piense lo siguiente: si ve al Buda, mátelo.
—¿Lo qué?
—Bueno, demasiado complejo para su cerebro de taco aguja. Pruebe con: Pablito clavó un clavito.
Superella intentó repetir el mantra, pero allí empezaron los problemas. Por un lado, el talco le rebanó la psique, la arrastró hacia un estado totalmente inmanejable. Sus poderes se hicieron comunes, es decir, perdió sus habilidades maravillosas. Ya no podía volar. Ya no podía atravesar los objetos con sus ojos de cielo. Ya no podía alcanzar a la luz en su alocada carrera.
Y por otro lado, no menos grave, en Titán estaban sus amantes. Sabido es que cuando un humano común y corriente muere, su alma comienza la travesía hacia Titán. Bueno, allí reposaban varios individuos que habían amado a Superella como solo ella lo sabe.
Y por último: el chino, el inconmensurable chino tácito, cósmico repitiendo: Pablito clavó un clavito.
—¿Dónde está el Buda ese para matarlo? —gimió Superella en el límite mismo de sus fuerzas.
—Estamos avanzando —respondió el chino—. Por lo menos ya sabe que el Buda no es un diseñador de soleros con estampados de svásticas usando el sistema Graff Spee.
—¿No es? —Superella se sentía morir. Sabía que alguna de las prendas que estaba usando no era original, pero al ignorar cual de ellas no podía desprenderse de su maligna influencia—. ¡Me muero! —musitó.
—Recite el mantra —dijo el chino—. ¡Recítelo, anoréxica de mierda! Pablito clavó un clavito.
—¡Es la bombacha! —dijo la heroína. Y murió con las botas puestas.
—¿Murió realmente? —dijo el chino estupefacto.
—No —dijo Supertodos, que había abandonado el marxismo, pasándose al misticismo candelario de San Francisco Javier Leandro Esteban, el patrón de los conversos—. Ya mismo hago un milagro y la resucito. ¡Superella, levántate y anda, como la Linda Miranda! —y le robó las botas, se las calzó y huyó hacia la derecha.
En ese momento apareció Mix Mux, besó los labios fríos y colagenados de Superella, la heroína no pudo abrir los ojos por un exceso de botox pero pudo mover la cabeza un tanto así y hacer rodar una lágrima falsa por el rabillo del ojo.
—¡Mi héroe! —pudo articular esas palabras con un hilo de voz—. Me has salvado, pero ahora te convertirás en sapo. Es una maldición que me persigue desde hace como mil años. La única solución es que tu verdadero amor te bese.
—¡Besame, flaca! No quiero ser sapo de otro pozo.
Y Superella y su amado archienemigo se trenzaron en una orgía de besos, toqueteos y franelas que dejaron bizco al chino.

domingo, 29 de mayo de 2011

SUPERELLA Y LOS GLADIADORES

Por la mañana Fashion City se vio agitada por la llegada de camiones, automóviles, bicicletas, sulkys, monopatines y demás elementos móviles. La agitación, sumada al ruido de relinchos, tornados de quejidos, mugidos de chanchos y especulaciones mediáticas, se vio finalizada cuando el circo de los hermanos Putini anunció su arribo y próxima apertura. A Superella no le gustaba el circo, la última vez que había ido, sus relucientes botas de diseño habían quedado cubiertas de mierda de elefante. Sin embargo, sospechaba que uno de sus habituales archienemigos, el sádico Peterete, podía trazar un escabroso plan para arruinar la diversión de los fashioncitenses. Así que por la noche, se calzó las galochas y se apersonó en la carpa principal.
—Santo y seña —dijo un portero, un mono amaestrado con un ridículo sombrerito vistoso adornando su cabeza.
—Martín de Porres —respondió Superella y luego procedió a hacer un fuck you ascendente con su mano derecha.
—Pase –dijo el mono.
Superella caminó lentamente por el largo y oscuro pasillo, siguiendo el invasivo olor a bosta.
—Por acá no se puede pasar —exclamó un enano desnudo mientras enjabonaba a otro enano, también desnudo.
—Estoy buscando a Putini.
—¿A cuál? —preguntó el enano, cualquiera de los dos, da igual.
—Al más viejo—. Superella estaba comenzando a fastidiarse y eso se reflejaba en el color verdoso de su supermaquillaje.
—Siga ese pasillo hasta la pista principal, donde están los artistas —dijo el enano. El otro.
Superella fatigó el pasillo hasta llegar a un enorme hall rodeado de docenas de butacas. En el medio de una pista de cemento pintada de rojo, vio a un grupo de robustos hombres practicando sugerentes y muy reconocibles acrobacias. Eran los míticos Gladiadores del Sexo Anal. Los reconoció de inmediato.
La primera vez que se tropezó con uno de los gladiadores del sexo anal vestía de rojo. Él, no ella. Iba con su herramienta de trabajo en la mano, seguramente venía de romperle el culo a alguien, o a punto de hacerlo. Superella decidió seguirlo hasta una vieja y enorme casa en las afueras de la ciudad. En ningún momento dejo de sostenerse la descomunal tramontina, y eso le resulto ligeramente sospechoso. ¿Es que acaso necesitaba algún tipo de preparativo previo a la follada anal?¿Qué misterio se escondía detrás de los Gladiadores del Sexo Anal? Tal vez ahora podría averiguarlo. No había señales de Putini ni de su hermano, Putini, así que se detuvo a hablar con alguien cerca de una puerta, seguramente alguna especie de guardia o proxeneta.
—¿Cómo los seleccionan? —dijo, señalando la pista.
—No es de su incumbencia.
—¿No sabe con quién está hablando?
—No.
—Soy Superella, la héroa máxima de esta ciudad.
—Aja. Yo no soy de esta ciudad.
Aquel tipo parecía tan cerrado como los esfínteres de los espectadores amontonados en las gradas montadas alrededor de la pista. Y fue allí, justo al mirar casi por descuido, o por la necesidad de encontrarle una forma de seguimiento a una aventura sin sentido pero con lenguaje explícito y escenas fuertes para llamar la atención de los censores y de los intelectuales venidos a menos que ven un pene en una coma, que divisó a Peterete, el cruel villano que asolaba la ciudad. Se lo veía ansioso, esperando el momento en el que los Gladiadores pidieran un voluntario. De hecho, ya tenía las dos manos levantadas. Superella no podía saber si aquello era parte de un descarado y malévolo plan que no alcanzaba a entender o si, por el contrario, se trataba de un acto de gaysmo sin precedentes. Decidida a averiguarlo se lanzó hacia allí, con la precipitación de un objeto cediendo a la ley de gravedad. No tomó en cuenta que uno de los Gladiadores estaba ensayando en ese momento el conocido acto de sostener la paloma en el mástil y fue golpeada con la fuerza de un huracán, sólido y poroso.
—¡Carajo! Casi me arrancó un ojo —gruñó mientras caía al piso con glamour.
—Es culpa suya por no fijarse por dónde vuela. Ya que está acá, ¿no le interesa participar del espectáculo?
—La verdad que no, estoy en una misión.
—Lástima —se lamentó el gladiador mientras la ayudaba a levantarse sin usar sus manos.
En ese momento, Superella fue agredida por un objeto contundente y de consistencia ligeramente acuosa. Del otro lado de la pista, Pene el Cruel lanzó una risotada al aire mientras escupía hacia todos lados y se dio a la fugazzeta. La presencia de semejante personaje la desconcertó por completo. Ignoraba cuál sería la relación de los hermanos con ese salvaje malhechor, pero no dejaría de averiguarlo. Si tenía que elegir entre quedarse en aquel sucio antro o perseguir a su atacante, prefería esto último. Pene el Cruel corrió por otro de los pasillos oscuros de la mastodóntica carpa y se perdió entre un grupo de conejos. Superella lo perdió de vista, pero reconoció el particular olor a bosta que había percibido al entrar. Evidentemente, la presencia de Pene el Cruel tenía bastante más relevancia en el circo que la que ella había sospechado.
Al doblar en un recodo, fue alcanzada por una red hecha con las más destacadas sogas de La Salada que la estampó contra el suelo como si fuese una tortilla de increíble glamour. Peterete reía desde un costado. Pene el Cruel apareció erguido en su completa inmundicia. Todo no había sido más que un miserable plan para capturarla.
—Todo esto no ha sido más que un miserable plan para capturarme —dijo Superella, mostrando su increíble astucia.
—Así es, todo esto no ha sido más que un miserable plan para capturarte —dijo Pene el Cruel, descorchando su sadismo sin límites.
—Será tu fin, vuitonica mujer —dijo Peterete—. Nunca tendrías que haber querido averiguar lo que se esconde bajo la carpa.
—Oh, no —se lamentó Superella, acentuando el dramatismo de su queja—. ¿Y ahora quién podrá defenderme?
—¡Nosotros! —dijo un coro de viriles gargantas erectas.
En ese momento, aquel túnel circense se iluminó con la presencia de docenas de chipotes chillones que fluorescentaban en medio de la oscuridad reinante.
—¡No, son los Gladiadores del Sexo Anal! —gritó Pene el Cruel—, debemos huir.
—Yo preferiría quedarme —dijo Peterete, con un inequívoco gesto lascivo que le desbordaba entre sus labios cubiertos de baba.
—¡Qué tu culo sea tu consuelo! —gritó Pene el Cruel, huyendo desaforadamente por los pasillos inexplicablemente construidos en la roca más dura.
Los Gladiadores cortaron las ataduras de Superella y se quedaron de pie, como un imbatible ejército de lubricidad desenfrenada.
—Gracias —dijo Superella, tratando de no tocar nada que no pudiese llevarse a casa después—. Ahora tendré que entregar a Peterete con las autoridades.
—No, nosotros nos encargaremos de él —dijo el Gladiador máximo, sin siquiera tener que mover sus labios.
Superella asintió, tratando de que su barbilla no tocara nada que no pudiese llevarse a casa después y se marchó de vuelta a casa, donde un ropero por arreglar la esperaba.
Se dice que esa noche, el terrible Peterete, recibió su merecido. Casi quince veces sin parar.

sábado, 28 de mayo de 2011

SUPERELLA, ALIADA DEL MAL

—La revolución Bulivoriana bien entendida empieza por casa —dijo el comandante Chavo, ajustándose los tiradores—. Así que trabajen, manga de vagos imperialistas, que en esta vecindad las remeras no se hacen solas.
Los duendes navideños, con los sombreros caídos por el calor tropical encendieron sus máquinas de coser otra vez. Lejos estaban los tiempos en los que Papá Bush los divertía permitiéndoles construir bombas superexplosivas para niños superpobres.
—Muerto Mickey Mouse, muerta la rabia —murmuró Chavo—. Pero Superella aún maleduca nuestros niños con sus capitalistas pechugas.
Fontanarrosa es lindo un libro, después cansa. Hacen falta manchas de dolor para imponer una larvada mueca trágica. No todo lo que ríe es oro. El huracán capitalista clama sangre. Todo lo cosido puede descoserse. En alta costura puede trocarse hasta una pequeña y pobre calabaza. Y hay que tener olfato de perfumista para detectar lo que no es liebre.
En su guarida secreta, a la vista de todos, Mix Mux. Supertodos y Rialo Giorgio tejían un plan macabro que terminaría con los poderes de la heroína más fashion que el universo hubiera podido imaginar. Se contactaron con la factoría de duendes esclavos de Manchukistaria conducida por el comandante Chavo y le encargaron una imitación exacta de la remera top de la última colección de Coco Chantal.
—Pero exacta, exacta, comandante —aclaró Mix Mux—, ella no debe sospechar nada.
—Con esto la detendremos —reía frotando sus manotas Giorgio.
—¿Me pueden hacer una para mí en color rosa? —solicitó Supertodos, harto de su gris uniforme.
Mix Mux y Giorgio miraron al revolucionario con una mueca de asco. Eso les pasaba por aliarse con zurdos.
Sin embargo, la realidad no les dio espacio para la prolijidad. En cuanto el comandante Chavo le entregó los materiales a Simpiao Hugolinu, el feroz capataz de los duendes esclavos de Manchukistaria, un terremoto grado 10 en la escala de Richter rajó la Tierra de lado a lado, Pest y Buda se separaron y Saint Paul y Minneapolis las imitaron.
—¡La Tierra dividida en dos! —aullaron espantados los villanos—. ¿Y ahora quien podrá arreglar este desastre?
—¡Yo lo haré! —La voz de Superella retumbó en las dos mitades. La heroína tenía un pomo gigante de Poxipol en la mano derecha y en la izquierda el ejemplar del mes, recién salido del horno, de la revista Muchachas Fashion.
—¡Santas cachuchas! —exclamaron al unísono los malhechores—. Es la mismísima Superella. Ella podrá poner el orden natural de las cosas.
—De ninguna manera —dijo la heroína, retocándose el make-up—. Ahora todo se hará a mi modo, o no pego nada.
De esa forma Superella se alió a sus enemigos para salvar el mundo, sin sospechar que colocarse la remera de imitación que había atraído su mirada en el instante mismo de ingresar a la guarida, sería su perdición.
—Jajaja —dijo Giorgio frotándose las sarmentosas manos. Parecía un director del FMI una hora después de satisfacer sus bajos instintos.
—¡Se la puso, se la puso! —gorjeó Supertodos.
—¡Está perdida! —completó Mix Mux. Pero lo expresó en su idioma natal y nadie entendió lo que decía.
—¿Se acuerdan de aquel desgraciado que usaba los calzoncillos encima del pantalón? —dijo Giorgio.
—¿Vas a decir que se parece a Superella? —Supertodos recobró su mal talante y se preparó para golpear a Giorgio.
—No, idiota; lo que digo es que aquel otro también tenía una debilidad. Se llamaba kryptonita,
—¡Qué buen nombre para un bar en los anillos! —exclamó Mix Mux, que de negocios entendía lo mismo que la reina de Holanda.
—Superella, por favor, arreglanos el mundo —clamaron los villanos—. Y después nosotros seguimos tus consejos de acicalamiento.
—¿Acicalamiento? —La heroína sonrió con sus dientes blanquísimos y parejísimos—. Ustedes necesitan un fashion emergency un extreme make-over. Voy a pegar y charlamos.
Pero, cuando Superella intentó despegar, sus botas de Roko Sarketa no se levantaron del piso.
¿Otra vez la baba densa y pestilente del verde Yagá Babosetta, arruinándolo todo? Pero, al mirar por décima vez, vio que el maxipomo tenía en su extremo siniestro un buraco del tamaño de su trompa de falopio y que, por sus dimensiones antropométricas, era, sin lugar a dudas, producto de la retorcida dentadura postiza de Mix Mux.
—¡Dientes esmerilados y uñas biseladas! ¡Esa dentadura lleva una glándula a la altura de su tercer y cuarto molar tan venenosa como un olorífero quitaesmalte! —bramó Superella.
—No lo hace dolosamente, platinada histérica. Es un acto reflejo que simplemente sucede cada vez que se siente menoscabado —sentenció el acomodaticio de Giorgio.
Y mientras se debatían en míseras cuestiones triviales, habidas de mala muerte e inconexas, el jugo iba desparramando su mortal esencia.
—Che —dijo el chino que había estado ahí todo el tiempo aunque nadie no hubiese notado—-. Si no pega el mundo esto no va. O sea, que o se saca la remera y arregla las cosas o nos vamos todos al tacho.
Los villanos se miraron extasiados ante la sabiduría ancestral de aquel hombre de rostro arrugado.
—Y sí, tiene razón, que pele –dijo Mix Mux.
—Las botas de cuero de murciélago se manchan con el pegamento —se lamentó Superella—. Me siento mareada, estoy perdiendo fuerzas…
—¡Supertodos al rescate! —dijo el autoaludido y le quitó la remera falsa a ella, el adalid de la justicia bonita.
Supertodos se calzó la remera y al ritmo de YMCA se retiró por la puerta de la guarida.
Superella recuperó sus poderes al dejar de estar bajo el influjo de la imitación. Tomó su pomo de Poxipol y dio la vuelta al mundo pegando la rajadura. Sujetó diez minutos al planeta, se le rompió una uña y volvió a la peluquería para arreglarse las extensiones.
—Extensiones de mí —suspiró al mirarse al espejo, mientras transformaba sus cabellos de ángel Bob Nylon reciclado en tiernos y psicodélicos gusanos de Medusa. Era el momento Migré para vengarse frente a esas viejas vacas millonarias y sus patéticos bulbos, anestesiados de amoníaco y apuntalados con clips. La mala acción del día le guiñaba una idea.
—Esta cuenta —dijo la heroína rechazando la factura que le presentó Manuelito Marciano—, se la manda al regente Maurice. Yo no manejo metálico, precioso, lo mío es el plástico.
Y partió rauda y perfumada hacia la guarida de los malhechores para dejarlos bellos, ricos y famosos.
El comisionado Palacios mediante esuchas ilegales y microchips implantados en las siliconas tetales, advirtió a su jefecito de las intenciones de la heroína.
Los verdaderos malvados de la historia, ocultos bajo la fachada de personas respetables, continuaron con su plan siniestro: apoderarse de fashion city y dominar al planeta.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Aquí esta, ésta es...

Aquí esta.
Es ella. La Héroa Fáshion.
Siempre dispuesta a ayudar a las grandes marcas.
Tal como Súperman (al fin y al cabo, un héroe proletario y cabecita negra -vino de afuera ¿no?-) que usa el calzoncillo arriba del pantalón, ella usa la tanga sobre sus calzas de kevlar negras.
Villanos: tened miedo, mucho miedo. Ustedes que se regocijan comprando en La Salada y ferias americanas, sabed que ella ha llegado para enseñaros lo que es bueno ¡Y nada de ropa hecha en talleres clandestinos a las que sólo se le agrega la etiqueta! ¡Vade retro, chirusos!


SUPERELLA, LA ESTRELLA DE LA TV FASHION

Superella es un precioso, solitario maniquí. Pero en lo más hondo de su corazón sabe que es una aceituna hundida en una margarita si no le echa un poco de jugo rojo a las cosas del amor. Los mediáticos son para la ciudad lo que el brillo a su polvera, así que da una nota perfumada: "Le limpiaría los zapatos devotamente. Me importan sus zapatos, no la maldita capelina que se me ladea. Siento que lo amo ardientemente por estas cosas". Los paparazzi hacen. Nombres de posibles candidatos saltan como vino hervido en los reality shows. La trampa caza giles está tendida.
Con el Twitter en llamas, Superella deja de atender los llamados de auxilio de la luminosa ciudad de Fashion City. Los carteles de neón colapsan frente al ataque de los grasas. Los coolturales habitantes de la City protestan vía SMS al Comisionado Palacios y al Regente Maurice.
Y el maligno Rialo Giorgio frota sus largas manos, imagen que reproducen cientos de plasmas conectados en red.
—Esta chiruza platinada piensa que me voy a tragar ese sapo —brama Giorgio frente al micrófono—. Yo solo trago sapos si me pagan, no soy un nene de pecho. Ella tiene pechos siliconados marca W-Z45.
—¿Eso dijo? —Superella enjuga sus lágrimas en un tisú Versace, se calza las botas de cuero de jumilano de Rhea, coloca sobre sus hombros la capa del superpoder, salta por la ventana y vuela al encuentro de su malvado denostador. Las cosas del amor, reflexiona mientras corta el aire como una saeta. Ya verán todos esos quien es Superella.
Los lectores pensarán que Superella se dirige rectamente a la caza de sus enemigos, pero no. Su olfato superior le indica que en un local del shopping Galaxia se exhiben unos hot pants firmados por el diseñador de las estrellas: Guido Camaroni.
Las cosas del amor... ¡Fuck! Cuando vos vas, maldito alacrán parlante, yo completo el circuito mil veces —magulla Superella mientras se rasga los hot pants adquiridos y toma foto de su estropeado y plástico corazón. Los maltrechos Camaroni son entregados al fiscal vedette de turno como cuerpo del delito.
—Momento, momento —dice Teté Giordano, interrumpiendo el hilo narrativo—. Creí que teníamos exclusividad en los modelos.
Superella, tomada de sorpresa por la aparición casi mefistofálica del eterno sacudidor de cabezas, enmudece.
—Yo, con todo este mambo de la intertextualidad, neologismos, incoherencias de estilo y corruptela de tiempos verbales que tiene tu literaria vida, no tengo problema —insiste Teté—. Incluso puedo dejar pasar la aparición inexplicable de personajes que no vienen al caso, pero si vos te vas con ese soplamocos de Camaroni, acá se acaba el canje.
—No me interesa Camaroni. Solo como diseñador, en todo caso. Y yo tengo que velar por la justicia de Fashion City. Soy la héroa, ¿te olvidaste?
—Heroína, en todo caso —dice Teté.
—¡Silencio! Yo no consumo porquerías.
Teté sacude la cabeza una vez más. Una riada de piojos marcianos se desparrama por el sillón finés y empieza a preparar el siguiente paso de la invasión. Superella lo ignora, pero el peligro extraterrestre se suma al que generan los villanos habituales. Es Supertodos, tal vez, el siguiente peligro, ese zurdito que se empecina en destruir el sistema. Todo puede ser una trama pergeñada por él. Cree que su uniforme gris, a la manera de los que usan los habitantes de 1984 (universo paralelo que fue episodio de una de sus aventuras), lo autoriza a hacerse el loco, a ser invulnerable a los poderes del capitalismo.
Ya está empezando a actuar junto a los peores representantes de “los acólitos del frenopático” quienes, como antenas humanas que convocaron a los ganimédicos, ayudarían a que estos invadan el planeta siguiendo la mancha de campo magnético nulo que se encontraba a la sazón en la tienda de Valentine en Río de Janeiro. Es una hermosa mañana de Carnaval. Supertodos ya se prueba su cetro cular.
Los conocimientos de Superella en materia de política y estrategia global son limitados, muy limitados, pero eso no le impide saber quienes son los buenos y quienes los malos. Y Supertodos es uno de los malos. ¿Acaso no lo ha visto entrar a los shoppings para cortar las prendas de Guzzi y New Style?
—No me importa tu canje, marica del orto —exclama Superella como regresando de un viaje a Plutón. Y se acerca a la ventana para lanzarse al encuentro del mal, para extirparlo como si fuera un cáncer—. El crimen no paga y menos el crimen contra la moda.
—Atrás, miserable consumista platinada —vocifera Supertodos y llama por teléfono de línea a Mix Mux—. Ya vienen mis amigos a destrozarte, mujer plastificada —continúa mientras mira sus tetotas apretadas en el traje de buena confección italiana que él tanto deseaba.
—No, basta, más gente no, que no tengo suficiente ropa para atenderlos a todos y los zapatos no me combinan —dice Superella.
Pero los reporteros comienzan a amontonarse por todas partes del mundo, listos para la noticia que podría sacudir sus vidas de los periodicuchos de mala muerte en los que trabajan.
—Esto es un horror —exclama Superella—. Escucho el mal venir y yo sin esmalte.
—Te dije que no te convenía no tener manager —interviene Teté, quien había permanecido en un rincón, hojeando revistas de Proctología Hoy.
—Éstos se tragaron el cuento de la rubia tarada —rumea—. No me tiembla ni el pusheado del soutiens de Pour de la Merd por esos macacos que resultan más predecibles que un juego de tatetí. Es hora de tomar un Fingid Anorex y ahogar como un océano embravecido a esas malditas ladillas que juegan a triplicar sus poderes. ¡Voilá!
Mientras tanto, en el canal de televisión central Giorgio manipula fotos y videos a cuatro manos mostrando a Suprella antes de los retoques del Dr. Tecambio, el plástico preferido de la heroína. Inclusive contempla un video mostrando sus días oscuros, mientras ofrecía su cuerpo a los paseadores de perros por cinco morlacos el pete.
—Si hay algo que no soporto —dice Superella, superada por los hechos—, es el caos.
—Leé este libro —dice Joseph Paul Fornitureman apareciendo de la nada, como en los cuentos. Y le tiende a Superella la edición corregida y aumentada de Complejidad y caos de Carlos Reynoso.
Superella mira el libro con asco y luego a sus archirivales.
—¿Por quién me toma? —dice, airada, y se va a tomar unas birras con Mix Mux y Supertodos…

domingo, 22 de mayo de 2011

MIX MUX DE TITÁN CONTRA SUPERELLA

Superella voló raudamente sobre la ciudad iluminada por los fuegos. Debía decidir entre apagar el incendio en el hogar de ancianos o salvar al millonario dueño de todos los locales nocturnos de Fashion City (quien era, además, su principal benefactor). Pero una tercera catástrofe se presentó en ese instante: el centro comercial de la moda comenzaba a quemarse, poniendo en peligro miles de vestidos de las colecciones europeas, recién llegados al país. El dilema era interesante. ¿Acaso su supervelocidad podría resolverlo? Imaginaba los resultados: no solo la aprobación popular sino además conseguiría lo más importante, cientos de vestidos y zapatos para alegrar sus noches, para enamorar a su pareja, para explotar de placer en su fetichismo elemental. Por eso, le pidió a su habilidad que llegase al extremo. Entonces, su cuerpo se transformó en luz (una estela que llenó el cielo) y así llegó a su primer destino.
El centro comercial ardía de un modo insólito: el fuego respetaba los locales de ropa de caballeros, las librerías y tiendas de electrodomésticos y se ensañaba en aquellos en los que las prendas femeninas empezaban a convertirse en cenizas de seda y los estampados chisporroteaban como brasas. De pronto, en medio de las llamas, apareció una figura gigantesca.
—¿Qué te parece mi obra? —El sonido profundo de una voz maligna llenó el espacio e hizo vibrar el incendio con tonalidades cristalinas.
—¡El maligno Mix Mux de Titán en persona! Debí imaginar que esto era tu obra.
—Necesitaba un poco de calor, mi reina —dijo el malhechor.
La gigantesca mole se recortaba entre las llamas, como una extraña alucinación. Sus músculos eran imponentes. Su cara, pura piedra tallada con rasgos de una crueldad pornográfica. Superella no pudo evitar que su mente vacilara unos instantes ante aquella visión, especialmente ante los pantaloncillos cortos de aquel monstruoso, pero viril villano; ante esas piernas peludas, que hacían juego con la pelambre de los brazos, desnudos por la chomba a tono que llevaba puesta. Quizás sí, destemplaba un poco el sombrerito con hélice que llevaba en la cabeza, pero malvado y ridículo, Mix Mux era también un semental incomparable.
Superella respiró hondo y sin derrochar palabras con la bestia, consiguió con el celular en una mano descifrar el código para intensificar el caudal de lluvia de los aspersores del centro comercial. Con la otra mano, tiró uno de sus lazos-pulseras elásticas, desviando las cañerías de agua. Además de apagar el fuego, consiguió que le propinaran a Mix Mux de Titán un profundo baño. En cuanto el incendio estuvo controlado, entregó al maligno a la peluquería en la que tenía cuenta corriente. Y tomando envión hacía el millonario en problemas, le dijo:
—Más que calor necesitabas limpieza, Mix Mux!
Lo único que no consiguió fue el clamor popular: esa noche 27 ancianos murieron carbonizados en el asilo que Superella no salvó. Los medios, como siempre, desconocieron el hecho.
—Pero no sufrieron mucho —dijo al día siguiente, en el diván de Susana Tinellis de Legrand, frente a millones de televidentes. Además, con esta nueva ropa, puedo salvar gente que realmente lo necesita y verme hermosa a la vez, no como antes.
Y dando una vuelta, mostró la nueva colección de Teté Giordano, regalo del centro comercial, para regocijo de miles de sus fans, muchos de ellos aliviados ahora de la cuota mensual del geriátrico.

jueves, 19 de mayo de 2011

SUPERELLA COMBATE EL MAL.

—Comisionado Palacios —Superella lo miró por sobre sus lentes—. Así no se puede vivir. Me tiene que aumentar los honorarios.
—Pichona —el comisionado se retorcía el bigotito a lo Dalí y miraba con devoción las tetas de Superella apretadas en el traje de las Oreiro—, vos cobrás un buen sueldo…
—¿Sueldo? ¿Cómo un operario? ¡Qué horror!
—Aparte, la economía anda para el ojete. Y encima la inflación y esto y lo otro. Si querés cobrar más, hacete trola, tenes un cuerpo por el cual yo pagaría unos buenos dólares.
—¡Usted es un sinvergüenza! Ya va a ver lo que le espera, maldito cerdo capitalista. El negocio se le va a venir a pique y no voy a hacer nada para impedirlo.
Mientras tanto, en la otra punta de la ciudad (casi diríase en la loma del orto) el malvadísimo Juan Carlos del Corazón de Jesús Perugorría y López, alias "Chichilo", alias "Carpita"; distribuidor para los barrios bajos de una nueva droga de diseño a base de sublimación de acelga, mira la TV y se ríe:
—¡Mbuuuaaaaajajá! Estos estúpidos viven escudados en un sistema que los ahoga y les coharta sus libertades ¡Y no se dan cuenta! ¡Yo les haré ver las bondades de la lucha de clases! ¡Abajo el imperialismo! ¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!
—Si, jefe —dice el Pistola Acevedo.
—Lo que usté diga, patrón —dice el Banana Sampietro
—¿Alguien sabe a qué hora juega Atlanta? —dice el Zombi Aguirre.
—Ya está lista la leche con vainillas —dice la madre del Chichilo.
Ninguno de ellos sabía que en esos momentos Superella se levantaba con violencia de su silla, provocando un notorio reacomodamiento corporal que no pasaba extranjero a los ojos del comisionado.
—¿Te vas tan pronto? —le preguntaba Palacios.
Superella ni le contestaba, se daba la vuelta y salía de la oficina de Palacios a puro taconeo, dejando una larga estela de curvas que el comisionado grababa en su mente, por si lo necesitaba recordar más adelante, pensando que ya iba a volver con el matungo desfalleciente.
No lo sabían y con la inminencia de las vainillas con leche, a ninguno le importaba lo suficiente. Tuvo que pasar un largo rato hasta que Chichilo se secó los restos de leche y vainilla dura de los mostachos para que volviera su mente a carburar sus constantes planes de destrucción del sistema.
—¿Ya rellenaron los chorizos? —preguntó.
—La radio no sintoniza. ¿Ya empezó Atlanta? —dijo el Zombi Aguirre.
—¡Basta de Atlanta! ¿Tienen los chorizos rellenos o no?
—Sí, querido, Mamá ya te llenó los chorizos con esa porquería química que inventó el doctor Frankenchuten —intervino la madre—. Y te los puse en los pancitos.
—Perfecto —dijo Chichilo—. Entonces apúrensen manga de secuaces de película clase B. Hay que llevarlos antes de que se enfríen a la manifestación más próxima.
—No entiendo, jefe —dijo el Zombi.
—Es simple, le llevaremos chori y vino tinto bien caliente a la gente. Todos van a pensar que somos algún grupo clientelista, lo que se dice punteros. Pero no, los choris tienen una poderosa sustancia que los hará despertar del sueño imperialista en el que se encuentran sometidos.
Pero el fuerte olor que despedían esos jugosos chorizos, impregnados en la droga maléfica y el no menos temible colesterol fue percibido, a kilómetros de distancia por la delicada pero aguda nariz de Superella, quien no pudo evitar una arcada al olfatearlos cual un mastín de presa. Superella se acomodó las tetas y tras apoderarse de una de las bicicletas que esperaban pacientemente, junto a las bicisendas que pueblan Fashion City, partió rauda.
Su tempestuosa pedaleada se detuvo frente a la casa de chapa que ocupaban Chichilo y sus secuaces, quienes ya estaban con la mercadería en la mano, listos para ponerlos en el auto destartalado que los llevaría a la manifestación.
—¡Es Superella! —exclamó Chichilo—. ¡Muchachos, denle duro y desparejo!
Los lúmpenes se arrojaron sobre la heroína, trazando arcos de puñetazos y fintas de patadas, que fueron oportunamente detenidos por los ágiles brazos, las interminables piernas y, llegado el caso, las inconmensurables pechugas de la joven defensora de Fashion City. La batahola alcanzó su punto más álgido ante la inminencia del seis luces esgrimido por Chichilo y el trabuco naranjero empinado por su madre que había salido en ese momento para colgar los calzoncillos de su vástago en la soga del patio.
Pero todo se congeló, todo pasó a un segundo plano, ante el grito eufórico, desgarrador, tan emotivo que hizo que centenares de kilómetros a la redonda, las manifestaciones se detuvieran, que los imperios tambalearan, que las colonias se liberaran en sangrientas revoluciones, que los chorizos se secaran en sus panes, que el comisario Palacios dejara caer las revistas homoeróticas que leía en su oficina, que cualquier evento posterior dejara de tener importancia y que incluso las aventuras de la propia Superella no fuera más que una anécdota sin importancia que merecían terminar.
—¡Atlanta salió campeóoooooooooooooooooooon! —aulló el Zombi Aguirre, aferrando la radio a transistores que finalmente había logrado sintonizar.
Y el mundo, desgarrado en un grito, dejó de existir tal como lo conocemos.