jueves, 9 de junio de 2011

LA DANZA DE LOS CLONES EPILÉPTICOS

El sonido de los tacos pareció repercutir en la noche como palabras inconclusas. Las metáforas no son lo mío, pensó Superella, deteniéndose frente a las puertas de aquel antiguo templo de amplias góndolas y estrechos pasillos, donde el chino tácito que parecía acompañarla desde siempre impartía sus conocimientos.
—Pase, esta abierto —dijo el chino—. Las puertas son ilusiones, los descuentos también.
Superella se quitó los zapatos y entró a aquel ambiente de sabiduría y productos en oferta. El minimercado La Sabiduría de Oriente, regenteado por el chino, permanecía en un silencio de legumbre.
Un chino particular. Mirada perdida y ojitos de regalo como todo chino, pero que al cerrar las puertas se dejaba ver la avidez del que ve en su visita la oportunidad de meter un par de fajos de billetes a su bolsa.
Superella lo miró por sobre el estante de las boas Pierre Vouton, con aires de grandeza pero codicia de temporada de piel de marrano espacial.
Días como estos, pensaba nuestra heroína, no se dan a cada rato. Sin embargo, ese chino tenía algo. Algo sexy pero muy muy sospechoso.
—¿La invito a pasar a la sección especial? —dijo él, rompiendo el silencio y haciéndola saltar del susto, como conejo en celo...
—¡Shhhhhhhhh!
Un chistido en la soledad, un búho en el minimercado, una cagada en el hombro de Superella, una rata que trepa por los cables, cucarachas tiritando en la heladera.
—Este no es el ambiente adecuado para una heroína —dijo Superella.
—¿Heroína? ¿De la buena? ¿Querer?
Superella siguió caminando por el pasillo hacia la luz mortecina de la trastienda con una misión clara. Los clones que había traído al mundo estaban fallados.
—No sé si debo —murmuró Superella, insegura.
—Acá no debe nadie, no se fía. Pero usted debe deber. Su mundo es caótico y desnivelado.
—Lo sé.
—Sé que lo sabe.
—Lo sabía.
—¿Cómo no saberlo?
—Una hace lo que puede.
—Se debe hacer lo que se puede.
—¿No era que no se debe?
—No acá no se debe, no se fía. Paga hoy, mañana se lo lleva el pampero oriental.
—Para salir de esta necesito regresión a un momento concreto de mi vida—sentenció Superella—. Puedo claramente divisarlo sin ningún esfuerzo: Ommmm... el día de la reapertura del Ultra Shopping Galaxi, cuando todo el mundo que era parte de mi mundo, esperaba que este ejército en llamas que soy, intentara dar un golpe de vidriera. Juro por todas las medias caladas de Pain Jem que se me llena el alma recordando esto y me hace bien, muy bien...Para entonces, ya había recopilado tantas pilchas para ese posible salto de banca que tuve que explicar por qué...(caray, no recordaba esto)... no se materializó. De pronto, me tuve que parar a pensar (¡caray! maldigo esta regresión que ahora me trae a cuenta esto) y lo que es peor, poder hilar un simple y llano argumento como el que necesito ahora para darle un sentido a esta octava secuencia. Y eso, diablos... veo que me sigue costando...
—Si piensa tanto voy a tener que cobrar —dijo el chino armando en su rostro la habitual sonrisa de chino.
—¡No sea grosero! —dijo Superella—. Y vamos rápido a ver los clones que me estoy impacientando. A las ocho cierra Rosaura a las 10, la tienda superfashion que acaba de inaugurar Chiquita Susana. Tengo que ir a retirar una estola de piel de renacuajo del canal marciano.
—¡Cómo me gustaría ir a Marte! —suspiró el chino.
—¿Quiere conocer Sirte, el monte Olimpos, la estatua de Ray Bradbury?
—No. Me gustaría poner un lindo supermercado.
—¿No le alcanza con este minimercado?
—El hombre no conoce sus límites hasta que no los cruza.
—¿De dónde saca todas esas frases? ¿Vienen en galletas de la fortuna?
—La fortuna es esquiva, como hilo de tanga.
—No, en serio, ¿de dónde saca todo eso?
—Tengo unos monos amaestrados, mercenarios del Rey de los Monos. Dicen que no paga bien, retacea bananas. Yo les doy buena fruta y hasta algunos manices. En Marte, mis monos tendrían mucho espacio para hacer galletas de la fortuna. Aunque creo que esta situación la robé de un capítulo de los Simpson. Así que quizás tendría que pagar derechos.
—Los marcianos son medio xenófobos. Por eso me gustan, son de los míos. Le aviso, nada más.
—Los marcianos son xenófobos porque así lo quiso (quiere) el nabo que se cree Dios y que escribe, ahora, entre tazas de café, tus aventuras, y es tan nabo que ni siquiera es capaz de escribirme el acento chino ¡Soy chino, boludo!
Y así, sin lápices ni ventanitas de colores ni puntos mínimos que configuren la realidad, Superella se hundió en la trastienda, junto al chino, junto a mil clones de ella que no sé, no quiero saberlo tampoco, de donde salieron. Locura guionística, que le dicen.
—Guionistas locos... Se han arrogado la facultad de borrar y manipularnos a su antojo, autoproclamándose integrantes de la "Corte Suprema de Fashion City" ¿Vuestras Excelencias conocen derechos tales como la libertad de circulación? ¿Pueden los honorables iluminados de esos dignísimos estrados amputarnos las piernas?
¿Quién determina que cantidad o de qué calidad somos? ¿Y nuestra historia previa? Já. ¡Ésta la van a manipular! Yo, Chino Tácito-aunque oriundo de La Banda, Santiagueño hasta la muerte, me muevo al son de cualquier escritor, mientras los grandes inquisidores se mecen en la duermevela. Y camino, muy a pesar de todos. Toco el aire y no los toco. Me río de sus caras y en sus caras y no lo pueden impedir. Sigo navegando en otros teclados, en otras mentes insomnes, hablo en Mandarín o en jeringoso y subrepticiamente les puedo morder hasta el bozal y la ley. ¡Miren que boludo que soy! ¿Y quién es el que está realmente ahora en la trastienda? ¿Quién? ¿El loco? ¿El guionista? ¿La toga suprema? ¿Dios?
La verba del chino se iba extendiendo mientras Superella lo miraba. La cara del oriental iba cambiando de color mientras sus propósitos se iban perdiendo en medio de su delirio místico comercial y las imágenes de monos y personajes secundarios se diluían también entre los recovecos de la mente de un narrador, también tácito que le iba buscando el final a una historia que quizás no la tuviese, pero mírese qué tarde que es y todos los párrafos que hay, quién se va a detener a leer para concluir este entuerte. Váyase, Superella, digo yo, narrador, que soy todos y ninguno a la vez, váyase a Rosaura a comprarse esas tanguitas que ya tengo fantaseadas, yo me quedo con el chino. Sí, siga el camino que sus tacos le quién. Acá me quedo yo, poniendo este punto final.
—Jajaja —rió diabólicamente Sigfried von Capo—. El tipo se creé que es él el que escribe y pone el punto final.
—Nosotros escribimos, salame —agregó Alex Benteveo—, y somos nosotros los que ponemos el punto final. Y el punto final es ESTE.

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