viernes, 3 de junio de 2011

LA LEY Y DIOR

El Niño Dior, el sagaz compañero de Superella, estaba en apuros. Un cruel villano, Populum, lo había secuestrado cuando estaba atragantándose con hamburguesas de plástico en una de esas cadenas de comidas rápidas que le pagaban los ropajes y la vida. Al tomar conocimiento de ello, Superella fue al juzgado, a pedir una orden de allanamiento al juez Saffaroni. No vaya a ser que me pase lo mismo que al Capitán Casino, pensó nuestra heroína, más ahora que los jueces están muy hinchapelotas.
—Señor Juez de la Corte de emisión de órdenes de Fashion City —comenzó su parlamento Superella—, vengo ante Usted con un trajecito de corte inglés que marca mi silueta y alarga mi talle, un pañuelo de Vergolio y unas botas re-cancheras de Soto, para solicitarle con muchísima urgencia, dado que mi compañero Niño Dior, ha sido secuestrado por un morocho y grasoso malhechor llamado Populum, y es mi deber ante toda la ciu…
—¡Cortala, loca! —el juez golpeó el martillo sobre el escritorio—. ¿Dónde querés allanar? Y no me rompas más las bolas.
—Allane en los barrios bajos y las villas —dijo Superella, medio desesperada—, allane los lugares de los grasas y los gronchos, allane las canchas y los bares donde se reúnen los malhechores. ¡Allane todo!
—De acuerdo —dijo el juez inesperadamente—. Te voy a dar el gusto, pipistrela. Pasá a mi despacho y andá sacándote la bombacha. —Superella no había entendido lo de pipistrela, pero lo demás sí, más o menos. Se preocupó por el asunto de la bombacha. Era un modelo exclusivo de Guernacci, no uno de esos trapos inmundos fabricados por vietnamitas asquerosas que se compraban en los tugurios de Villa Albertina.
¿Adónde guardarla? ¿En la cartera sin fondo, diseño exclusivo de Vuiton Barrionuevo, que le había regalado la princesa Mínima de Luxenburgo? El juez tenía fama de ser un feroz semental digno de película pornográfica italiano de alto presupuesto, pero el Niño Dior era una inocente criaturita que valía la pena el esfuerzo. Aunque no la bombacha.
—No, no —dijo Superella—. Voy a tirar una naranja al aire y todos los morochos de Fashion City se van a tirar a agarrarla y ahí voy a poder encontrar al Niño Dior.
—Pero qué barbaridad, cómo va a decir esas guarradas —dijo el ayudante del juez, el calvo Jorge Jackonson—. Los negros también son gente que mea de parado.
—¿El qué?
—Como los trabucos, travas, travesaños, travelines, travelos, traveliños, muñecos con manija, puerta con picaporte, inflable con pico…
—¡Pare Jackonson! —gritó el Juez.
—Bueno, que también son gente, quiero decir y usted, tan blanca que hace odiarla, tendría que ir en cana por discriminación. ¿No, señor juez?
—¿NO, SEÑOR JUEZ? —repitió alzando la voz. Saffaroni había perdido todo contacto con la realidad. Lo esperaba en su despacho un homicidio preterintencional llegado de manos del oficial Servizatti como pan caliente. Aparecía en la caratula provisoria, en enormes letras rojas, datos imprecisos de la víctima: "N.N. MASCULINO.MENOR DE EDAD".
¿Y si el cadáver irreconocible que yacía sobre el tapete de ese hall minimalista era la mismísima criatura Dior?
—Es un bofe —dijo regurgitando un palito rancio Jackonson.
Las fotos del que dormía el sueño eterno desangrado dejaba lugar a todas las dudas, incluso si se trataba de alguna especie de humano.
—¿Otra vez con esa historia de la venganza de los extraterrestres pop? ¡Fumala de nuevo, Jack! —escupió Servizatti.
—Quiero saber que está pasando —dijo Superella, en un ataque extraordinario de nueva y breve conciencia, remanente negativa del trabajo a medio hacer del Chino Tácito.
Saffaroni le mostró las fotos. Superella reprimió un sollozo. Un lagrimón. Un salivazo. Unas ganas terribles de ir al baño. Fluidos corporales inconfesables. Aquello podía ser el Niño Dior o un mono afeitado descuartizado por una manada de punks post modernos admiradores de Miranda!
—La muerte es solo un estado de la conciencia —expresó sabiamente el chino que había entrado al juzgado sin que nadie lo viera.
—Los chinos mean de pie —dijo Jackonson—. Y sacan galletas de la fortuna. Eso los hace humanos también. Como los trabucos, los…
—Cállese —dijo el juez—. Cállese de una puñetera vez.
—Quisiera borrar este momento —balbuceó Superella.
Su cara de muñeca desamparada pedía a grito silencioso "pronto despacho". Se sentía atravesada como por un rayo por esa nueva modalidad, entre cómica y esperpéntica, que adquieren los llamados pseudo místicos occidentales, producto tal vez de esos sermoncillos baratos de librito de autoayuda que instan al carpe diem.
—Acá tiene una goma, señorita —dijo el secretario del juzgado conmovido por las tetas de la heroína y ajeno al ruido de corte y corte de carne.
—Gracias, lindo.
—Dígale al comisario Porro que proceda al levantamiento de rastros, Jack —continuó Saffaroni—, y llame urgente al doctor Mejía para que determine si esa colita de cuadril en serio estado de descomposición corresponde a un ser humano. Nunca le tuve confianza al forense
—Es terrible —dijo Superella, abatida por los acontecimientos. Sus pañuelos extra grandes Reina Elisa, apenas contenían sus lágrimas.
—El alma solloza como la nieve inunda los cerezos en el invierno —dijo el chino.
—Bueno, el ponja me las lleno —dijo el oficial Servizatti—. Que llamen al teniente Frula, que vaya preparando una escena del crimen, porque yo a este me lo como crudo.
—¿Me acaba de decir japonés? —dijo el chino, abriendo los ojos más que las redondeces de Pamela Anderson—. ¿Me acaba de decir japonés?
En ese momento, el chino tácito sacó una espada sin declinación de sus ropas. La hoja cortó el aire como un grito de un Godzilla famélico.
Superella salió del palacio de justicia y sobrevoló Fashion City. Con su visión superaguda intentó localizar la guarida de Populum, con la esperanza de que la masa informe de carne, sagre y huesos no pertenecieran a su compañero Niño Dior.
En ese momento suena su intercomunicador superestelar con plumas de cotorra asiática y recibe un llamado de… de…
—¡Niño Dior! ¿Estás bien? —dijo entre lágrimas Superella —. ¿No te habían secuestrado?
—No, Super, estoy detenido en la prisión de máxima y mínima seguridad del regente Maurice.
-¡Ya mismo voy a rescatarte! –exclamó la heroína.
-No, no, dejá, me están aten…auch…diendo bien.
La comunicación se cortó. Superella permaneció en duda, especialmente por los ruidos de sopapa que se filtraban por la línea. Pero una enorme tienda de ropa llamó su atención. El Niño Dior, se las podía arreglar. Al fin de cuentas, ya estaba en edad de pelar la fruta solo.

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